Capítulo II
Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se compone el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de las familias, puesto que el Estado se compone siempre de familias. Los elementos de la economía doméstica son precisamente los de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender esclavos y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas es preciso ante todo someter a examen las partes más sencillas de las mismas, siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del señor, después la autoridad conyugal, ya que la lengua griega no tiene palabra particular para expresar esta relación del hombre a la mujer; y, en fin, la generación de los hijos, idea para la que tampoco hay una palabra especial. A estos tres elementos, que acabamos de enumerar, podría añadirse un cuarto, que ciertos autores confunden con la administración doméstica, y que, según otros, es cuando menos un ramo muy importante de ella: la llamada adquisición de la propiedad, que también nosotros estudiaremos.
Ocupémonos, desde luego, del señor y del esclavo, para conocer a fondo las relaciones necesarias que los unen y ver, al mismo tiempo, si podemos descubrir en esta materia ideas que satisfagan más que las recibidas hoy día.
Se sostiene, por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual se confunde con la del padre de familia, con la del magistrado y con la del rey, de que hemos hablado al principio. Otros, por lo contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza ninguna diferencia entre ellos; y que, por último, la esclavitud es inicua, puesto que es obra de la violencia.
Por otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y la ciencia de la posesión forma igualmente parte de la ciencia doméstica, puesto que sin las cosas de primera necesidad los hombres no podrían vivir, y menos vivir dichosos. Se sigue de aquí que, así como las demás artes necesitan, cada cual en su esfera, de instrumentos especiales para llevar a cabo su obra, la ciencia doméstica debe tener igualmente los suyos. Pero entre los instrumentos hay unos que son inanimados y otros que son vivos; por ejemplo, para el patrón de una nave, el timón es un instrumento sin vida y el marinero de proa un instrumento vivo, pues en las artes al operario se le considera como un verdadero instrumento. Conforme al mismo principio, puede decirse que la propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos y el esclavo una propiedad viva; sólo que el operario, en tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada instrumento pudiese, en virtud de una orden recibida o, si se quiere, adivinada, trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, «que se iban solos a las reuniones de los dioses»; si las lanzaderas tejiesen por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara, los empresarios prescindirían de los operarios y los señores de los esclavos. Los instrumentos propiamente dichos son instrumentos de producción; la propiedad, por el contrario, es simplemente para el uso. Así, la lanzadera produce algo más que el uso que se hace de ella; pero un vestido, una cama, sólo sirven para este uso. Además, como la producción y el uso difieren específicamente, y estas dos cosas tienen instrumentos que son propios de cada una, es preciso que entre los instrumentos de que se sirven haya una diferencia análoga. La vida es el uso y no la producción de las cosas, y el esclavo sólo sirve para facilitar estos actos que se refieren al uso. Propiedad es una palabra que es preciso entender como se entiende la palabra parte: la parte no sólo es parte de un todo, sino que pertenece de una manera absoluta a una cosa distinta de ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el señor es simplemente señor del esclavo, pero no depende esencialmente de él; el esclavo, por lo contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que depende de éste absolutamente. Esto prueba claramente lo que el esclavo es en sí y lo que puede ser. El que por una ley natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de otro el que, en tanto que hombre, se convierte en una propiedad, y como propiedad es un instrumento de uso y completamente individual.
Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen, y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo, o bien si toda esclavitud es un hecho contrario a la naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están destinados, unos a obedecer, otros a mandar; aunque en grados muy diversos en ambos casos. La autoridad se enaltece y se mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige. La autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la perfección de la obra está siempre en razón directa de la perfección de los obreros, y una obra se realiza dondequiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos dos elementos, la obediencia y la autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de muchas cosas que conspiren a un resultado común, aunque por otra parte estén separadas o juntas. Esta es una condición que la naturaleza impone a todos los seres animados, y algunos rastros de este principio podrían fácilmente descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía en los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría demasiado de nuestro asunto.
Por lo pronto, el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos naturalmente aquélla para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así lo proclama la voz de la naturaleza, que importa estudiar en los seres desenvueltos según sus leyes regulares y no en los seres degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre perfectamente sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos examinar aquí. En los hombres corruptos, o dispuestos a serlo, el cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma, precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente contrario a la naturaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo en el ser vivo la existencia de una autoridad semejante a la vez a la de un señor y a la de un magistrado; el alma manda al cuerpo como un dueño a su esclavo, y la razón manda al instinto como un magistrado, como un rey; porque, evidentemente, no puede negarse que no sea natural y bueno para el cuerpo el obedecer al alma, y para la parte sensible de nuestro ser el obedecer a la razón y a la parte inteligente. La igualdad o la dislocación del poder, que se muestra entre estos diversos elementos, sería igualmente funesta para todos ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los demás animales: los animales domesticados valen naturalmente más que los animales salvajes, siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su propia seguridad, el estar sometidos al hombre. Por otra parte, la relación de los sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar, aquél para obedecer.
Esta es también la ley general que debe necesariamente regir entre los hombres. Cuando es un inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre, y tal que es la condición de todos aquellos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, se es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los demás seres de que acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a la autoridad de un señor; porque es esclavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón sino cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pueden ni aun comprender la razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones. Por lo demás, la utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son poco más o menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartida para ellos entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz.
Muchas veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que no tienen de hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen de tales el alma. Pero lo cierto es que si los hombres fuesen siempre diferentes unos de otros por su apariencia corporal, como lo son las imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que los menos hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es cierto, hablando del cuerpo, con más razón lo sería hablando del alma; pero es más difícil conocer la belleza del alma que la del cuerpo.
Sea de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente libres y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil como justa.
Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra alguna verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras. Puede uno ser reducido a esclavitud y permanecer en ella por la ley, siendo esta ley una convención en virtud de la que el vencido en la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; derecho que muchos legistas consideran ilegal, y como tal lo estiman muchas veces los oradores políticos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte, sólo porque puede emplear la violencia, haga de su víctima un súbdito y un esclavo.
Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. La causa de este disentimiento y de los motivos alegados por una y otra parte es que la virtud tiene derecho, como medio de acción, de usar hasta de la violencia, y que la Victoria supone siempre una superioridad laudable en ciertos conceptos. Es posible creer, por tanto, que la fuerza jamás está exenta de todo mérito, y que aquí toda la cuestión estriba realmente sobre la noción del derecho, colocado por los unos en la benevolencia y la humanidad y por los otros en la dominación del más fuerte. Pero estas dos argumentaciones contrarias son en sí igualmente débiles y falsas; porque podría creerse, en vista de ambas, tomadas separadamente, que el derecho de mandar como señor no pertenece a la superioridad del mérito.
Hay gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley tiene siempre las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es justa cuando resulta del hecho de la guerra. Pero se incurre en una contradicción; porque el principio de la guerra misma puede ser injusto, y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de otra manera, los hombres de más elevado nacimiento podrían parar en esclavos, hasta por efecto del hecho de otros esclavos, porque podrían ser vendidos como prisioneros de guerra. Y así, los partidarios de esta opinión tienen el cuidado de aplicar este nombre de esclavos sólo a los bárbaros, no admitiéndose para los de su propia nación. Esto equivale a averiguar lo que se llama esclavitud natural; y esto es, precisamente, lo que hemos preguntado desde el principio.
Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la nobleza: las personas de que acabamos de hablar se creen nobles, no sólo en su patria, sino en todas partes; pero, por el contrario, en su opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá entre ellos; suponen, pues, que tal raza es en absoluto libre y noble, y que tal otra sólo lo es condicionalmente. Así, la Helena de Teodectes exclama:
«¿Quién tendría el atrevimiento de llamarme esclava descendiendo yo por todos lados de la raza de los dioses?»
Esta opinión viene, precisamente, a asentar sobre la superioridad y la inferioridad naturales la diferencia entre el hombre libre y el esclavo, entre la nobleza y el estado llano. Equivale a creer que de padres distinguidos salen hijos distinguidos, del mismo modo que un hombre produce un hombre y que un animal produce un animal. Pero cierto es que la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no puede.
Con razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay esclavos y hombres libres que lo son por obra de la naturaleza; se puede sostener que esta distinción subsiste realmente siempre que es útil al uno el servir como esclavo y al otro el reinar como señor; se puede sostener, en fin, que es justa, y que cada uno debe, según las exigencias de la naturaleza, ejercer el poder o someterse a él. Por consiguiente, la autoridad del señor sobre el esclavo es a la par justa y útil; lo cual no impide que el abuso de esta autoridad pueda ser funesto a ambos. Y así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés común, una recíproca benevolencia; sucediendo todo lo contrario cuando la ley y la fuerza por sí solas han hecho al uno señor y al otro esclavo.
Esto muestra con mayor evidencia que el poder del señor y el del magistrado son muy distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho, todas las autoridades no se confunden en una sola: la una recae sobre hombres libres, la otra sobre esclavos por naturaleza; la una, la autoridad doméstica, pertenece a uno sólo, porque toda familia es gobernada por un solo jefe; la otra, la del magistrado, sólo recae sobre hombres libres e iguales. Uno es señor, no porque sepa mandar, sino porque tiene cierta naturaleza: y por distinciones semejantes es uno esclavo o libre. Pero sería posible educar a los señores en la ciencia que deben practicar ni más ni menos que a los esclavos, y en Siracusa ya se ha practicado esto último, pues por dinero se instruía allí a los niños, que estaban en esclavitud, en todos los pormenores del servicio doméstico. Podríase muy bien extender sus conocimientos y enseñarles ciertas artes, como la de preparar las viandas o cualquiera otra de este género, puesto que unos servicios son más estimados o más necesarios que otros, y que, como dice el proverbio, hay diferencia de esclavo a esclavo y de señor a señor. Todos estos aprendizajes constituyen la ciencia de los esclavos. Saber emplear a los esclavos constituye la ciencia del señor, que lo es, no tanto porque posee esclavos, cuanto porque se sirve de ellos. Esta ciencia, en verdad, no es muy extensa ni tampoco muy elevada; consiste tan sólo en saber mandar lo que los esclavos deben saber hacer. Y así tan pronto como puede el señor ahorrarse este trabajo, cede su puesto a un mayordomo para consagrarse él a la vida política o a la filosofía.
La ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, es muy diferente de las otras dos de que acabamos de hablar; ella participa algo de la guerra y de la caza.
No necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del señor y del esclavo.
Ocupémonos, desde luego, del señor y del esclavo, para conocer a fondo las relaciones necesarias que los unen y ver, al mismo tiempo, si podemos descubrir en esta materia ideas que satisfagan más que las recibidas hoy día.
Se sostiene, por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual se confunde con la del padre de familia, con la del magistrado y con la del rey, de que hemos hablado al principio. Otros, por lo contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza ninguna diferencia entre ellos; y que, por último, la esclavitud es inicua, puesto que es obra de la violencia.
Por otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y la ciencia de la posesión forma igualmente parte de la ciencia doméstica, puesto que sin las cosas de primera necesidad los hombres no podrían vivir, y menos vivir dichosos. Se sigue de aquí que, así como las demás artes necesitan, cada cual en su esfera, de instrumentos especiales para llevar a cabo su obra, la ciencia doméstica debe tener igualmente los suyos. Pero entre los instrumentos hay unos que son inanimados y otros que son vivos; por ejemplo, para el patrón de una nave, el timón es un instrumento sin vida y el marinero de proa un instrumento vivo, pues en las artes al operario se le considera como un verdadero instrumento. Conforme al mismo principio, puede decirse que la propiedad no es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos y el esclavo una propiedad viva; sólo que el operario, en tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada instrumento pudiese, en virtud de una orden recibida o, si se quiere, adivinada, trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, «que se iban solos a las reuniones de los dioses»; si las lanzaderas tejiesen por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara, los empresarios prescindirían de los operarios y los señores de los esclavos. Los instrumentos propiamente dichos son instrumentos de producción; la propiedad, por el contrario, es simplemente para el uso. Así, la lanzadera produce algo más que el uso que se hace de ella; pero un vestido, una cama, sólo sirven para este uso. Además, como la producción y el uso difieren específicamente, y estas dos cosas tienen instrumentos que son propios de cada una, es preciso que entre los instrumentos de que se sirven haya una diferencia análoga. La vida es el uso y no la producción de las cosas, y el esclavo sólo sirve para facilitar estos actos que se refieren al uso. Propiedad es una palabra que es preciso entender como se entiende la palabra parte: la parte no sólo es parte de un todo, sino que pertenece de una manera absoluta a una cosa distinta de ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el señor es simplemente señor del esclavo, pero no depende esencialmente de él; el esclavo, por lo contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que depende de éste absolutamente. Esto prueba claramente lo que el esclavo es en sí y lo que puede ser. El que por una ley natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de otro el que, en tanto que hombre, se convierte en una propiedad, y como propiedad es un instrumento de uso y completamente individual.
Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen, y si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo, o bien si toda esclavitud es un hecho contrario a la naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son eminentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están destinados, unos a obedecer, otros a mandar; aunque en grados muy diversos en ambos casos. La autoridad se enaltece y se mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige. La autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la perfección de la obra está siempre en razón directa de la perfección de los obreros, y una obra se realiza dondequiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos dos elementos, la obediencia y la autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de muchas cosas que conspiren a un resultado común, aunque por otra parte estén separadas o juntas. Esta es una condición que la naturaleza impone a todos los seres animados, y algunos rastros de este principio podrían fácilmente descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía en los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría demasiado de nuestro asunto.
Por lo pronto, el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos naturalmente aquélla para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así lo proclama la voz de la naturaleza, que importa estudiar en los seres desenvueltos según sus leyes regulares y no en los seres degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre perfectamente sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos examinar aquí. En los hombres corruptos, o dispuestos a serlo, el cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma, precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente contrario a la naturaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo en el ser vivo la existencia de una autoridad semejante a la vez a la de un señor y a la de un magistrado; el alma manda al cuerpo como un dueño a su esclavo, y la razón manda al instinto como un magistrado, como un rey; porque, evidentemente, no puede negarse que no sea natural y bueno para el cuerpo el obedecer al alma, y para la parte sensible de nuestro ser el obedecer a la razón y a la parte inteligente. La igualdad o la dislocación del poder, que se muestra entre estos diversos elementos, sería igualmente funesta para todos ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los demás animales: los animales domesticados valen naturalmente más que los animales salvajes, siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su propia seguridad, el estar sometidos al hombre. Por otra parte, la relación de los sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar, aquél para obedecer.
Esta es también la ley general que debe necesariamente regir entre los hombres. Cuando es un inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre, y tal que es la condición de todos aquellos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, se es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los demás seres de que acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a la autoridad de un señor; porque es esclavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón sino cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pueden ni aun comprender la razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones. Por lo demás, la utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son poco más o menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartida para ellos entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz.
Muchas veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que no tienen de hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen de tales el alma. Pero lo cierto es que si los hombres fuesen siempre diferentes unos de otros por su apariencia corporal, como lo son las imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que los menos hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es cierto, hablando del cuerpo, con más razón lo sería hablando del alma; pero es más difícil conocer la belleza del alma que la del cuerpo.
Sea de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente libres y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil como justa.
Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra alguna verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras. Puede uno ser reducido a esclavitud y permanecer en ella por la ley, siendo esta ley una convención en virtud de la que el vencido en la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; derecho que muchos legistas consideran ilegal, y como tal lo estiman muchas veces los oradores políticos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte, sólo porque puede emplear la violencia, haga de su víctima un súbdito y un esclavo.
Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. La causa de este disentimiento y de los motivos alegados por una y otra parte es que la virtud tiene derecho, como medio de acción, de usar hasta de la violencia, y que la Victoria supone siempre una superioridad laudable en ciertos conceptos. Es posible creer, por tanto, que la fuerza jamás está exenta de todo mérito, y que aquí toda la cuestión estriba realmente sobre la noción del derecho, colocado por los unos en la benevolencia y la humanidad y por los otros en la dominación del más fuerte. Pero estas dos argumentaciones contrarias son en sí igualmente débiles y falsas; porque podría creerse, en vista de ambas, tomadas separadamente, que el derecho de mandar como señor no pertenece a la superioridad del mérito.
Hay gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley tiene siempre las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es justa cuando resulta del hecho de la guerra. Pero se incurre en una contradicción; porque el principio de la guerra misma puede ser injusto, y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de otra manera, los hombres de más elevado nacimiento podrían parar en esclavos, hasta por efecto del hecho de otros esclavos, porque podrían ser vendidos como prisioneros de guerra. Y así, los partidarios de esta opinión tienen el cuidado de aplicar este nombre de esclavos sólo a los bárbaros, no admitiéndose para los de su propia nación. Esto equivale a averiguar lo que se llama esclavitud natural; y esto es, precisamente, lo que hemos preguntado desde el principio.
Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y que otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la nobleza: las personas de que acabamos de hablar se creen nobles, no sólo en su patria, sino en todas partes; pero, por el contrario, en su opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá entre ellos; suponen, pues, que tal raza es en absoluto libre y noble, y que tal otra sólo lo es condicionalmente. Así, la Helena de Teodectes exclama:
«¿Quién tendría el atrevimiento de llamarme esclava descendiendo yo por todos lados de la raza de los dioses?»
Esta opinión viene, precisamente, a asentar sobre la superioridad y la inferioridad naturales la diferencia entre el hombre libre y el esclavo, entre la nobleza y el estado llano. Equivale a creer que de padres distinguidos salen hijos distinguidos, del mismo modo que un hombre produce un hombre y que un animal produce un animal. Pero cierto es que la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no puede.
Con razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay esclavos y hombres libres que lo son por obra de la naturaleza; se puede sostener que esta distinción subsiste realmente siempre que es útil al uno el servir como esclavo y al otro el reinar como señor; se puede sostener, en fin, que es justa, y que cada uno debe, según las exigencias de la naturaleza, ejercer el poder o someterse a él. Por consiguiente, la autoridad del señor sobre el esclavo es a la par justa y útil; lo cual no impide que el abuso de esta autoridad pueda ser funesto a ambos. Y así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés común, una recíproca benevolencia; sucediendo todo lo contrario cuando la ley y la fuerza por sí solas han hecho al uno señor y al otro esclavo.
Esto muestra con mayor evidencia que el poder del señor y el del magistrado son muy distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho, todas las autoridades no se confunden en una sola: la una recae sobre hombres libres, la otra sobre esclavos por naturaleza; la una, la autoridad doméstica, pertenece a uno sólo, porque toda familia es gobernada por un solo jefe; la otra, la del magistrado, sólo recae sobre hombres libres e iguales. Uno es señor, no porque sepa mandar, sino porque tiene cierta naturaleza: y por distinciones semejantes es uno esclavo o libre. Pero sería posible educar a los señores en la ciencia que deben practicar ni más ni menos que a los esclavos, y en Siracusa ya se ha practicado esto último, pues por dinero se instruía allí a los niños, que estaban en esclavitud, en todos los pormenores del servicio doméstico. Podríase muy bien extender sus conocimientos y enseñarles ciertas artes, como la de preparar las viandas o cualquiera otra de este género, puesto que unos servicios son más estimados o más necesarios que otros, y que, como dice el proverbio, hay diferencia de esclavo a esclavo y de señor a señor. Todos estos aprendizajes constituyen la ciencia de los esclavos. Saber emplear a los esclavos constituye la ciencia del señor, que lo es, no tanto porque posee esclavos, cuanto porque se sirve de ellos. Esta ciencia, en verdad, no es muy extensa ni tampoco muy elevada; consiste tan sólo en saber mandar lo que los esclavos deben saber hacer. Y así tan pronto como puede el señor ahorrarse este trabajo, cede su puesto a un mayordomo para consagrarse él a la vida política o a la filosofía.
La ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, es muy diferente de las otras dos de que acabamos de hablar; ella participa algo de la guerra y de la caza.
No necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del señor y del esclavo.
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