viernes, 28 de agosto de 2009

Taller Lenguaje Juridico U Central de Chile 2009

¿Es la igualdad enemiga de la libertad?
Robert A. Dahl
Según una antigua y extendida concepción, la igualdad constituye un peligro para la libertad. Pero, ¿exactamente por qué y de qué manera la igualdad amenaza a la libertad? ¿Qué tipos de “igualdad” y qué tipos “libertad”? Por fin, para juzgar la validez de las respuestas a preguntas como éstas, ¿a qué conjunto de experiencias debemos remitirnos?
Un lugar adecuado para buscar respuestas es Democracy in America, de Tocqueville. Porque, si bien el lector percibe de manera inmediata la fascinación de Tocqueville por la igualdad y sus efectos, su preocupación central y su valor más alto es la libertad. Un tema fundamental que atraviesa los dos volúmenes, es su temor de que igualdad destruya la libertad, tanto como su búsqueda de una solución para el problema de cómo se las puede hacer coexistir, si es que hay alguna manera de hacerlo.
Sin embargo, como el planteo y las respuestas a él no siempre están explícitos, mi interpretación busca hacer Tocqueville mucho más claro y esquemático de lo que fue o, estoy seguro, lo que hubiera querido ser . Aunque mi tratamiento pueda no hacerle verdadera justicia a Tocqueville, puede ayudarnos a captar por qué tan a menudo se ve a la igualdad como una amenaza para la libertad, y para develar algunos de los aspectos problemáticos de un enfoque como tal.

El planteo de Tocqueville
Permítaseme resumir lo que entiendo como las premisas esenciales del planteo de Tocqueville en cuatro grupos de proposiciones. Primero, todo a lo largo del mundo civilizado, la igualdad es creciente e inevitable. Dado que la igualdad casi ha alcanzado sus límites naturales entre los ciudadanos (blancos y de sexo masculino) de Estados Unidos, el país es un campo de experimentación para el mundo y, no en menor medida, para Francia. Segundo, la libertad es un bien de suprema importancia, quizás un bien inclusive más grande que la igualdad; pero el amor a la igualdad es más grande que el amor a la libertad es seguro, la supervivencia de la libertad es más dudosa. Tercero, una condición necesaria para la libertad es la existencia de fuertes barreras al ejercicio del poder, ya que la concentración de poder implica, por naturaleza, la muerte de la libertad. En el pasado, la libertad se ha visto a veces protegida contra la concentración de poder por la existencia de fuertes organizaciones intermedias que se interpongan entre el individuo y el Estado. Sin embargo -y cuarto- en un país democrático donde prevalece la igualdad política, social y económica y donde se han levantado todas las barreras para el ejercicio ilimitado del poder por parte de la mayoría, ésta tiene la ocasión de gobernar de manera despótica: “La esencia misma del gobierno democrático consiste en la soberanía absoluta de la mayoría, ya que en los Estados democráticos no existe nada que sea capaz de oponérsele” (Tocqueville [1835], 1961, 1:298). Tomadas en conjunto, estas cuatro suposiciones constituyen un sólido fundamento para el temor manifestado por Tocqueville de que en una sociedad democrática la igualdad en la constitución política invita a destruir la libertad. Por cierto, parecería que cuanto más democrático es un pueblo, mayor es el peligro para la libertad.
En efecto, entonces, Tocqueville plantea un dilema crucial. Porque si bien la igualdad es, claramente, una condición necesaria para la democracia, puede no ser una condición necesaria para la libertad, y la igualdad definitivamente no es una condición suficiente. Por el contrario, dado que la igualdad facilita el despotismo de la mayoría, amenaza a la libertad. Si una condición necesaria para la democracia es un peligro constante para la libertad, ¿debemos, entonces, elegir entre la democracia y la libertad? No necesariamente, nos asegura Tocqueville, y ofrece una solución que puede permitirle a las personas del tipo de las que él creía que eran los norteamericanos, evitar el dilema de la igualdad versus la libertad. Antes de discutir esta solución, sin embargo, necesitamos tener una comprensión más clara del problema en sí mismo.

Igualdad. Tocqueville enfatiza dos tipos de igualdad estrechamente relacionados, a los cuales llamaré igualdad en los recursos políticos e igualdad de poder. En lo que se refiere a los recursos, destaca la relativa igualdad entre los norteamericanos en sus recursos para la resistencia y la coerción física, tales como armas de fuego, organización militar y policía; en su autoridad legal sobre el Estado como ciudadanos; en su conocimiento, y en su riqueza, ingreso y posición social. Adoptando una suposición común en la teoría política desde la época clásica griega, cree que una igualdad general en la distribución de recursos como éstos, facilita una igualdad general en la distribución del poder, o, de manera más específica, en el control del gobierno (o gobiernos) del Estado. Las consecuencias políticas de la extraordinaria igualdad de condiciones sociales que encuentra entre los norteamericanos son, según nos dice:
fácilmente deductibles. Es imposibles creer que la igualdad no se impondrá finalmente en el mundo político como lo ha hecho en todas las otras áreas. Pensar que los hombres seguirán siendo por siempre desiguales en un solo aspecto, si bien iguales en todos los demás, es imposible; al final deben llegar a ser iguales en todo.
Sin embargo, siempre consciente de la precaria situación de la libertad en un mundo de iguales,Tocqueville advierte que “la igualdad en el mundo político” puede establecerse de una de dos maneras:
A todo ciudadano se lo debe poner en posesión de sus derechos; si no, no se deben garantizar los derechos de ninguno. A partir de la misma postura en lo social, entonces, las naciones pueden optar por uno u otro de los dos grandes resultados políticos derivados; dichos resultados son extremadamente diferentes entre sí, pero ambos pueden provenir de la misma causa.
Al haber eludido la alternativa peor, “la dominación del poder absoluto”, los norteamericanos se las han arreglado, hasta el momento, para establecer y mantener la soberanía del pueblo (1:46-47). Sin embargo, de los supuestos de Tocqueville se deduce que, entre los norteamericanos, la defensa de la libertad está dirigida contra las fuerzas preponderantes y amenazadoras de una mayoría de gente, la cual es admirable por el grado en el que se acerca a una absoluta igualdad de recursos y poder.
Para captar el razonamiento de Tocqueville en su contexto histórico, es necesario destacar dos rasgos importantes. Primero, aunque Estados Unidos era el único país -en la historia mundial, la primera nación- al que en ese tiempo se le podía llamar democracia, se quedaba en gran medida corto respecto de nuestra actual y abarcadora concepción de la democracia, pues a la mayoría de la población adulta -mujeres, esclavos y la mayor parte de quienes no eran blancos- se le negaban los derechos políticos. La democracia en América a la que alude Tocqueville era, a lo sumo, una democracia de norteamericanos blancos de sexo masculino. Segundo, al describir “el poder ilimitado de la mayoría en Estados Unidos y sus consecuencias”, lo que tenía en mente no era tanto el gobierno federal como los gobiernos particulares de los Estados. Porque desde su punto de vista, los Estados eran “en realidad, las autoridades que dirigen a la sociedad en América” (1:298). La fuente principal de este temor no era, entonces, el gobierno de la República Norteamericana; era, como decía “los gobiernos de las repúblicas norteamericanas” (1:317). De hecho, al proveer la separación de los poderes, el federalismo y un acta de derechos, la constitución federal norteamericana estaba entre “las causas que mitigan la tiranía de la mayoría” y tendía “a mantener la república democrática en Estados Unidos” (1:319-92). Volveré a este punto, pero no me parece que el hecho de que el autor haya situado el problema en los gobiernos de los Estados, disminuya demasiado la significación de su razonamiento.
Libertad. Cabría preguntar exactamente de qué manera la igualdad política, reforzada por un igualdad en los recursos políticos, pone en peligro la libertad. Tocqueville presenta diversas posibilidades. Una es la voluntad del populacho o intimidación, a la cual el hecho de que la opinión pública siga al populacho la torna extremadamente poderosa; desde el momento en que ningún jurado declara culpables a los malhechores, los damnificados carecen de todo recurso efectivo para apelar a la protección de las leyes (1:306-7). Es cierto que los norteamericanos a menudo han tomado la ley en sus propias manos y, después de todo, fueron norteamericanos quienes acuñaron el oxímoron “ley de linchamiento”. Sin embargo, el siglo y medio que nos separa de Tocqueville demuestra que, mientras la acción del populacho es (o, según uno espera, fue) una enfermedad norteamericana, no ha sido común en los países democráticos. Por cierto, en algunos países que se convirtieron en democráticos después de la época de Tocqueville, encontramos un respeto hacia las leyes poco habitual. La propensión a seguir los dictados del populacho puede tener menos que ver con la igualdad, entonces, que con variaciones culturales y sociales entre los países y dentro de ellos. Aunque no pretendo minimizar la importancia del esporádico predominio del populacho en la vida norteamericana, no es una característica general de los países democráticos.
Tocqueville discernió un segundo peligro, sin embargo, en el poder que tiene una mayoría, en una sociedad de iguales, para dominar a la opinión pública en sí misma, debilitando posibles desviaciones respecto de la perspectiva de la mayoría. Una comunidad de iguales, en opinión de Tocqueville, mostraría una tendencia natural hacia la conformidad (1:309-16). Esta propensión es quizás el defecto más serio y alarmante que le adscribe a la democracia en América, defecto posiblemente inherente a la democracia misma. Sin embargo, aunque identificó un problema de gran importancia, los efectos de las opiniones prevalecientes sobre los puntos de vista individuales son tan complejos y elusivos, que un tratamiento satisfactorio requeriría una indagación teórica y empírica mucho más extensa que la que quiero emprender aquí.
Los otros dos peligros me parecen vinculados de manera más directa con el tema de la igualdad versus la libertad en los órdenes democráticos: el peligro de que la mayoría oprima a las minorías a través de procesos estrictamente legales, y la posibilidad de que las sociedades democráticas generen un despotismo basado en las masas, el cual, si bien anula todas las libertades, sin embargo responde a las necesidades del pueblo y gana su apoyo.
La tiranía de la mayoría a través de la ley
Los derechos de los pueblos se mantienen dentro de los límites de lo que es justo... Una mayoría, tomada colectivamente, puede considerarse como un ente cuyas opiniones y, por lo general, cuyos intereses, se oponen a los de otro ente al cual llamamos minoría. Si se admite que un hombre que tiene poder absoluto puede utilizar mal dicho poder agraviando a sus adversarios, ¿por qué una mayoría no sería posible del mismo enfoque?
Al afirmar que en una democracia una mayoría y sus representantes pueden actuar legalmente y, sin embargo, de manera injusta. Tocqueville estaba planteando un lugar común del pensamiento político. Sugerir esta posibilidad, sin embargo, es apenas plantear un problema o, mejor, un conjunto de problemas.
Problemas teórico. Para empezar, a fin de juzgar cuándo una mayoría utiliza mal sus poderes agraviando a sus adversarios (para parafrasear a Tocqueville), obviamente necesitamos algunos criterios. ¿Cuáles deberían ser estos criterios? En Estados Unidos, los opositores a ciertos importantes cambios legales, desde la abolición de la esclavitud hasta la imposición de un impuesto a los réditos o de la seguridad social, infaliblemente han denunciado los cambios propuestos como abusos del poder de la mayoría o, peor, como casos directos de tiranía de la mayoría. ¿Debemos decir, entonces, que cada vez que los intereses de una minoría se oponen a aquellos de una mayoría, la mayoría necesariamente utiliza mal su poder, sólo porque actúa con el fin de asegurar sus propios intereses? Semejante acusación es claramente absurda, ya que uno de los objetivos de un proceso democrático es permitirle a la mayoría proteger sus intereses. Como lo dice el mismo Tocqueville: “El poder moral de la mayoría se funda en... [el principio]... de que los intereses de los más han de preferirse a aquellos de los menos” (1:300).
Evidentemente, entonces, es preciso identificar un subconjunto de instancias del gobierno de la mayoría, en las cuales la mayoría, al usar su poder superior, actúa injustamente (y quizás tiránicamente) respecto de la minoría. Pero, ¿qué criterios debemos utilizar para distinguir la injusticia de un uso abierto y enteramente correcto del poder de la mayoría? ¿Todos los casos de injusticias por parte de la mayoría son también casos de tiranía de la mayoría o, por el contrario, la tiranía de la mayoría, a su vez, es un caso especial de injusticia de la mayoría?
Al elegir los criterios a partir de los cuales decidir si una ley dada es injusta o inclusive tiránica (asumiendo que lo primero no implica necesariamente lo segundo), podemos fácilmente interpretar cualquiera de los dos términos de manera tan amplia, que la democracia o el gobierno de la mayoría se vuelven virtualmente ilegítimos por definición. Por ejemplo, definir como injusta o como tiránica cualquier ley que prive a alguna persona de un derecho legal existente o lesione los intereses de una persona en cualquier sentido, es evidentemente demasiado amplio. Desde el momento en que la mayoría de las leyes alteran derechos legales existentes y lesionan de alguna manera los intereses de alguien, una definición tan amplia convertiría a cualquier cambio de las leyes existentes en injusto, lo cual es absurdo.
Supongamos que definiéramos la tiranía de manera un poco más estrecha, como la destrucción de los “intereses esenciales” de cualquiera. Como lo ha demostrado James Fishkin, en una interpretación razonable de los “intereses esenciales”, ocurriría que en ciertas situaciones cualquier política está condenada a llevar ya a la injusticia, ya a la tiranía. Por ejemplo, si el trabajo infantil en algunas circunstancias es injusto, y si en tanto contratar niños es un interés esencial de los empleadores, como las leyes existentes protegen el derecho legal de los empleadores a contratar niños, entonces, o bien no se puede prohibir legalmente el trabajo infantil, lo cual sería injusto, o bien al prohibirlo, un gobierno necesariamente actúa de manera tiránica. Este tipo de problema tampoco se puede resolver reemplazando el principio de la mayoría por un requerimiento numérico alternativo. Tomemos una posibilidad: la exigencia de la unanimidad sin duda impediría la “tiranía” de la mayoría; pero también lograría darle a cada empleador el derecho a vetar las políticas, lo cual habilitaría a cada empleador individual a impedir la aprobación de una ley que prohibiera la injusticia del trabajo infantil (Fishkin, 1979, 19ff). Cualquier exigencia que oscile entre una simple mayoría y la unanimidad crea el mismo problema.
Corremos el riesgo opuesto, sin embargo, definiendo la injusticia o la tiranía de manera tan estrecha, que virtualmente se desvanecieran por definición Supongamos, por ejemplo, que especificáremos que el resultado de un proceso deseable para tomar decisiones, produce, por definición, una decisión justa. Siguiendo esta definición, sólo necesitaríamos creer que el proceso democrático es deseable, para concluir que las decisiones tomadas por medio de un proceso democrático nunca podrían ser injustas. Pero esta conclusión sin duda es inaceptable. Por cierto, la justicia procesal es extremadamente importante; a menudo puede ser la única forma de justicia que se puede asegurar. sin embargo, estamos autorizados a preguntar en cualquier caso particular, si el resultado de un procedimiento deseable es en sí mismo justo o no. El juicio por los pares puede ser un procedimiento justo e inclusive puede ser superior, en los casos criminales graves, a cualquier procedimiento alternativo. Pero podemos poner en duda, con razón, el hecho de que el veredicto de un jurado sea siempre sustancialmente justo. De igual manera, inclusive si un cree que el proceso democrático es procesalmente justo, puede afirmar, con razón, que una decisión tomada a partir de un proceso totalmente democrático a veces puede producir una injusticia sustancial.
Así, a menos que tengamos criterios satisfactorios para distinguir los casos de injusticia y tiranía del uso habitual del proceso democrático, es imposible juzgar la existencia, frecuencia y gravedad del problema que le preocupa a Tocqueville: el abuso del poder por parte de la mayoría, la injusticia de la mayoría. Por desgracia, los dos volúmenes de Democracy in America ofrecen tan pocas respuestas al tipo de preguntas que acabo de plantear, que debemos dirigirnos a cualquier otra parte en busca de ellas
Aun si fuéramos capaces de establecer criterios satisfactorios para identificar casos de injusticia de la mayoría y de tiranía de la mayoría, se mantendría un problema. ¿Con qué podríamos comparar el desempeño de los regímenes democráticos? Supongamos que se demostrara por medio de criterios aceptables, que las democracias a veces actúan de manera injusta o inclusive tiránica. Pero supongamos que también se demostrara que según los mismos criterios, todos los regímenes a veces actúan de manera injusta y tiránica. ¿A dónde nos llevaría eso ? Fishkin ha demostrado que inclusive adoptando una definición de tiranía bastante restringida -una mucho más estrecha que la que presuponen la mayor parte de las discusiones acerca de la tiranía de la mayoría-, parecen no existir garantías teóricas contra la tiranía. No se puede contar ni con exigencias de procedimiento, tales como el predominio de la mayoría o sus diversas modificaciones hasta llegar a la unanimidad, ni con “principios estructurales” como los dos principios de John Rawls, para impedir la tiranía (Fishkin, 1979).
Por cierto, es fácil demostrar que adoptando cualquier definición que no sea simplemente vacua, la mayoría puede lesionar los intereses de una minoría, puede actuar de manera injusta, puede, por cierto, actuar tiránicamente. Pero si cualquier otro tipo de régimen alternativo también permitiría la injusticia y la tiranía, entonces difícilmente pueda considerarse un defecto exclusivo de la democracia o del principio de la mayoría el hecho de que no impidan totalmente dichos males posibles. Por cierto, una pregunta por hacerse es si la democracia es más proclive a este tipo de acciones negativas que cualquiera de sus alternativas. O si, en la práctica, quizás se trata de la menos proclive.
Sin embargo, para responder a estas preguntas debemos distinguir entre dos temas que a menudo se confunden en las discusiones acerca de la libertad versus la igualdad. Primero, debemos preguntarnos si algún tipo de régimen alternativo -es decir, algún tipo de régimen no democrático- le aseguraría mayor libertad a su pueblo. Segundo, aun si se demuestra que los regímenes democráticos son superiores a los no democráticos por asegurar la libertad de sus pueblos, ¿a pesar de ello lesionan a menudo los derechos y las libertades fundamentales? Si es así, ¿hasta qué punto este menoscabo de la libertad surge de la igualdad y del predominio de la mayoría?
Comparación con regímenes no democráticos. Por cierto, no puede caber ninguna duda de que, según los patrones de Tocqueville, los regímenes democráticos garantizan una libertad más abarcadora que los regímenes no democráticos. Por cierto, la democracia podría parecer inferior si se comparara el desempeño concreto de algún régimen democrático concreto con el desempeño ideal de un régimen democrático ideal y el desempeño concreto de cualquier régimen democrático concreto, resultaría enormemente ventajosa para el ideal democrático. Pero es difícil saber qué hacer con comparaciones de este tipo. Si consideráramos solamente regímenes ideales, entonces la democracia saldría mejor parada, en los términos de Tocqueville, porque ningún régimen ideal salvo la democracia podría nunca prometer garantizar a la mayoría de los adultos, una de las formas de libertad más fundamentales: la libertad de participar plenamente en el proceso de gobernarse a uno mismo.
Supongamos que consideráramos solamente regímenes concretos. En su propio tiempo, Tocqueville no contaba más que con la breve experiencia norteamericana recortada contra el trasfondo de todos los regímenes históricos. Pero los regímenes previos incluían sólo a unos pocos que pudieran llamarse democráticos según criterios razonables, incluidos los de Tocqueville. Aun así, no le ofreció a sus lectores ninguna comparación de que, en 1832, a pesar de la esclavitud, la violencia brutal contra los pueblos de indios nativos y la sujeción legal de la mujer, una proporción más alta de norteamericanos disfrutaba de un grado mayor de libertad política y civil que el pueblo de cualquier régimen anterior o existente en el momento, con las posibles excepciones de la Atenas clásica y la República Romana. En el mundo contemporáneo, los derechos y las libertades políticas son mucho más seguros en los países democráticos que en los no democráticos.
No debería se enteramente sorprendente descubrir que, en los países democráticos, el pueblo tiene una gama más amplia de libertades políticas que en los países no democráticos, ya que el proceso democrático está inextricablemente unido a ciertos derechos y libertades. En consecuencia, un metodólogo estricto podría caracterizar a la relación de “espuria”, porque algunos de los indicadores utilizados para clasificar a los países como democráticos. Sin embargo, la conexión inextricable entre el proceso democrático y los derechos y libertades nos remite a las preocupaciones de Tocqueville acerca de la democracia. La relación es “espuria” sólo en cierto sentido metodológico. Por el contrario, es altamente significativa para distinguir entre sistemas políticos en el mundo de las naciones concretas.
Violaciones de libertades básicas. La conclusión de que las libertades políticas y civiles son mayores, quizás mucho mayores, en los regímenes democráticos que en los no democráticos, puede sonarle a muchos lectores parecida a la afirmación de que las personas que no están presas, generalmente disfrutan de una libertad mayor que aquéllas que sí lo están. Una comparación favorable de la libertad en regímenes democráticos y no democráticos, difícilmente parezca suficiente para satisfacer en plenitud el problema de la tiranía de la mayoría planteado por Tocqueville. Porque no hay ninguna razón convincente para pensar que debemos pronunciarnos en favor de regímenes democráticos que apenas alcanzan un nivel decoroso, desempeñándose satisfactoriamente sólo en comparación con regímenes de tipo inferior. ¿No hay ningún patrón respecto del cual podamos comparar el desempeño de una democracia? Si es así, y las democracias carecen de dicho patrón, al menos durante algún tiempo, ¿qué parte del fracaso es atribuible a la igualdad y al poder de las mayorías?
Se trata de preguntas tramposas, extraordinariamente difíciles de responder, y nuevamente Tocqueville casi no nos da ayuda. Pero podemos avanzar comenzando por especificar algunos derechos que razonablemente podemos coincidir en considerar en cierto sentido fundamentales, inclusive capaces de ser tenidos por moralmente “inalienables” Podemos entonces examinar si estos derechos fundamentales están, o han estado, amenazados por los gobiernos democráticos o no, y hasta qué punto lo han estado. Dos grupos de derechos están particularmente vinculados con las preocupaciones de Tocqueville, de los Forjadores de la Constitución Norteamericana y, sin duda, de muchos otros que temen al tiranía de la mayoría: los derechos económicos, particularmente los derechos de propiedad, y los derechos políticos. Voy a considerar a los derechos económicos en el próximo capítulo, y ahora me ocuparé de los derechos políticos. A continuación, propondré una base teórica para ciertos derechos políticos fundamentales. Mientras tanto, probablemente coincidiremos en que los derechos políticos fundamentales incluyen el derecho a votar, a expresarse libremente, a investigar con libertad; el derecho a postularse para ejercer el ministerio público y el derecho a elecciones libres, justas y moderadamente frecuentes, así como el derecho a formar asociaciones políticas, incluidos los partidos políticos. Llamemos a éstos derechos políticos primarios .
¿Hasta qué punto la igualdad y la democracia ponen en peligro los derechos políticos primarios?
Como ya lo he destacado, Tocqueville estaba necesariamente limitado a apenas dos generaciones de experiencia en un solo país. Tenemos la ventaja no sólo de 150 años adicionales, sino también la experiencia de un número mucho mayor de países -aproximadamente unas tres docenas-, en los cuales las instituciones democráticas, según las pautas actuales, predominan desde hace una generación o más. Por desgracia, desde la época de Tocqueville no se ha emprendido ninguna historia comparativa adecuada de los derechos políticos en los países democráticos. Sin embargo, la evidencia histórica parece demostrar un fortalecimiento y una expansión razonablemente seguros de los derechos políticos primarios en los países democráticos. En todos los países democráticos, el sufragio, por ejemplo, es mucho más amplio hoy en día de lo que era en Estados Unidos en 1830. Nuevamente, mientras que en 1830 el voto secreto era una rareza, hoy en día es norma y, por lo general, se le protege eficazmente. Además, los derechos de la oposición se han expandido en gran medida. En muchos países democráticos, el espectro de partidos legales que participan en las elecciones, va de una izquierda revolucionaria (si bien no sistemáticamente violenta), a una derecha que puede comulgar con ideas antidemocráticas. El espectro de publicaciones, legalmente protegida es, por lo menos, aun más amplio. La libertad de investigación y de expresión están, en todo sentido, extremadamente bien protegidas en los países democráticos, probablemente mucho mejor protegidas de lo que nunca lo han estado.
En muchos sentidos importantes, Estados Unidos ha sido un caso divergente. En dicho país, una minoría racial sufrió una privación de derechos humanos y políticos fundamentales que no tiene parangón en ningún otro país democrático, tanto por el número de personas afectadas como por la gravedad de las privaciones. Esta divergencia respecto de las pautas democráticas se explica, al menos en parte, por el hecho de que ningún otro país democrático ha tenido una minoría tan grande de habitantes que adquirieron ciudadanía nominal sólo después de un largo período de esclavitud, que fuera asimismo de raza diferente y, en consecuencia, estuviera segregada configurando una casta distinta y subordinada. Sea como fuere, excepto durante el breve interludio de la Reconstrucción, los derechos políticos de los negros han estado efectivamente protegidos en la mayor parte del Sur, sólo desde mediados de los años 60. Inclusive en estos casos más extremos, sin embargo, el impulso histórico, por lento que haya sido, va hacia una expansión, no una contracción, de los derechos políticos.
Los norteamericanos también podemos considerarnos únicos por la frecuencia y el salvajismo con los cuales nuestro temor ante divergencias respecto de la ortodoxia nacional irrumpe periódicamente bajo la forma de paranoicas cazas de brujas que infringen los derechos de las minorías políticas, especialmente de la izquierda (Hofstadter, 1965). Sin embargo, el panorama general de la historia norteamericana y las experiencias de otros países democráticos, autorizan la conclusión de que las democracias tienden hacia una expansión, no una contracción, del alcance y la efectividad de las protecciones legales a los derechos políticos primarios. Las privaciones y negaciones de derechos que ocurrieron durante el temprano desarrollo de los regímenes democráticos tienden a reducirse e inclusive a erradicarse, no ya a aumentar.
Desde el momento en que Tocqueville, mantiene silencio sobre este punto, no puedo estar totalmente seguro de cómo se articula esta conclusión con sus presupuestos. Sin embargo, me parece que la evidencia histórica que existe hasta el momento da escaso apoyo a la visión de que la destrucción de los derechos políticos fundamentales por medio de leyes aprobadas según procedimientos democráticos, es una característica saliente de los países democráticos. Además, en comparación con todos los otros regímenes, históricos y contemporáneos, las modernas democracias son, respecto de su propia experiencia temprana, únicas en el alcance de los derechos políticos protegidos por la ley y en la proporción de la población adulta que puede ejercer efectivamente dichos derechos
Según uno vea la relación teórica entre democracia y derechos esta conclusión puede parecer obvia o sorprendente. Porque la naturaleza de los derechos políticos en un orden democrático puede enfocarse desde múltiples perspectivas diferentes y a veces conflictivas. Aunque dichas perspectivas pueden conceder esencialmente el mismo conjunto de derechos, suelen tener consecuencias bastante diferentes para la manera en la que uno piensa la relación entre la democracia y los derechos. Una perspectiva -a la que llamaré la Teoría de los derechos preexistentes - es familiar para los norteamericanos e indirectamente ha sido incorporado en gran parte de nuestro pensamiento constitucional. En la teoría de los derechos preexistentes, los derechos fundamentales (incluidos los derechos políticos) son, en cierto sentido, anteriores a la democracia. Tienen una existencia moral, una posición, una base ontológica, si se quiere, totalmente independiente de la democracia y el proceso democrático. Para este enfoque, ciertos derechos fundamentales no sólo son anteriores a la democracia sino superiores a ella. Sirven como límites respecto de lo que se puede hacer, correctamente al menos, por medio de los procesos democráticos. En la teoría de los derechos preexistentes, entonces, se ve a los derechos políticos fundamentales como derechos que un ciudadano está autorizado a ejercer, si fuera necesaria, contra el proceso democrático. La libertad que posibilitan está potencialmente amenazada por el proceso democrático. Se deduce que para preservar los derechos y libertades políticos fundamentales, un pueblo, entre otras cosas, debe impedir su infracción mediante el cuerpo civil que actúa a través del proceso democrático en sí mismo.
Una manera alternativa de pensar los derechos políticos fundamentales es más coherente con las ideas democráticas. Esta consiste. En entender que los derechos necesarios para el proceso democrático. Desde esta perspectiva, el derecho de autogobernarse por medio del proceso democrático es en sí mismo uno de los derechos más fundamentales que una persona puede tener. Por cierto que si algunos derechos pueden considerarse inalienables, sin duda éstos deben estar entre ellos. En consecuencia, cualquier infracción al derecho de autogobierno, necesariamente viola un derecho fundamental e inalienable. Pero si las personas tienen derecho a gobernarse a sí mismas, los ciudadanos también gozan de todos los derechos necesarios para poder gobernarse, es decir, todos los derechos que son esenciales para el proceso democrático. A partir de este razonamiento, un conjunto de derechos políticos básicos puede derivarse de uno de los derechos más fundamentales de los seres humanos: el derecho al autogobierno.
Se puede demostrar, en mi opinión, que los derechos necesarios para el proceso democrático incluyen todos los derechos políticos que he descripto antes, derechos que, considerados desde la perspectiva más familiar de los derechos preexistentes, podrían entenderse como superiores a aquellos amenazados por la democracia.
La tiranía que muchas personas, Tocqueville incluido, parecen temer que la democracia favorezca, se produciría si una mayoría, actuado a través del proceso democrático de manera perfectamente legal, disminuyera los derechos fundamentales de cualquier persona sujeta a las leyes. No creo que este miedo sea poco razonable, pero conviene advertir cómo la manera de considerar los derechos políticos primarios que acabo de sugerir, cambia la naturaleza teórica del problema.
Para empezar, ya no nos enfrentamos con un conflicto directo entre la libertad, por un lado, y la igualdad o democracia por el otro. Ya que si la democracia en sí misma es un derecho fundamental, la libertad fundamental de una persona consiste, en parte, en la oportunidad de ejercer dicho derecho. Si los ciudadanos que forman parte de una mayoría, teniendo derecho a la libertad y a los derechos democráticos, pudieran, al ejercer sus derechos, restringir los derechos y libertades de una minoría, existe un conflicto entre los derechos y libertades de algunos ciudadanos, aquellos que constituyen la mayoría, y los derechos y libertades de otros, pertenecientes a la minoría. En la medida en que la igualdad que pocas personas preocupadas por el problema deTocqueville estarían dispuestas a desafiar.
Además, si una mayoría privara a una minoría, o inclusive a sí misma, de sus derechos políticos primarios, al hacerlo, y precisamente por ello, destruiría el proceso democrático. Si asó lo hiciera, y su decisión no fuera simplemente un error, sería cierto que, en esa medida, no estaba comprometida con el proceso democrático en sí mismo. Por el contrario, si las personas estuvieran comprometidas con el proceso democrático no infringirían, salvo por error, los derechos políticos primarios de cualquier ciudadano.
Dado que el problema ha sido una fuente de confusión en la teoría democrática, es útil distinguir dos casos: el de la mayoría versus los derechos de una minoría, y el de la mayoría versus la democracia en sí misma.
1. Mayoría versus minoría. ¿Tiene derecho la mayoría a usar sus derechos políticos primarios para privar a una minoría de sus derechos políticos primarios? La respuesta a veces se presenta como una paradoja: si una mayoría no puede hacerlo, entonces, en efecto, está privada de sus propios derechos; pero si puede hacerlo, entonces priva a la minoría de sus derechos. Es decir, que ninguna solución puede ser, a la vez, democrática y justa. Pero el dilema parece ser espurio.
Pero cierto, la mayoría puede tener el poder o la fuerza para privar a la minoría de sus derechos políticos, aunque en la práctica supongo que es la minoría poderosa la que más a menudo despoja a la mayoría de sus derechos políticos. En todo caso, juicios como éstos entrañan un análisis empírico de la dinámica del poder y, razonablemente, una discusión exhaustiva de los derechos está incompleta sin él. Pero un análisis puramente empírico de estas tendencias, no es lo que es este momento está en juego aquí. El tema es si una mayoría primarios para privar a una minoría de sus propios derechos políticos primarios.
La respuesta es claramente negativa. Para decirlo de otra manera, lógicamente no puede ser verdad que un determinado conjunto de personas deba gobernarse a sí mismo por medio de procesos democráticos y que la mayoría de dichas personas pueda legítimamente despojar a una minoría de sus derechos políticos primarios. Porque haciéndolo, la mayoría le niega a la minoría los derechos necesarios para el proceso democrático; de tal manera, en efecto, la mayoría afirma que este conjunto de personas no debe gobernarse a sí mismo por medio de procesos democráticos. No es posible tener las dos prerrogativas.
2. La mayoría versus la democracia. ¿No puede un demos, es decir la colectiva de ciudadanos, decidir que simplemente no quiere ser gobernado por procesos democráticos? ¿Puede un pueblo prescindir del proceso democrático y reemplazar la democracia por un régimen no democrático y reemplazar la democracia por un régimen no democrático? Nuevamente, uno se encuentra con una supuesta paradoja: o un pueblo no tiene el derecho, en cuyo caso es incapaz de gobernarse democráticamente, lo tiene, en cuyo caso puede elegir democráticamente ser gobernado por un dictador. En ambos casos, el proceso democrático está condenado a perder.
Empíricamente, es sin duda cierto que un demos puede elegir utilizar los proceso democráticos para destruir dichos procesos. Si existen los procesos democráticos, difícilmente puedan constituir una barrera insuperable para que una mayoría lo haga. Esta posibilidad empírica es importante para determinar hasta qué punto es deseable dicho proceso, sea en general o para un pueblo en particular. Si en la historia del ensayo y el erré democrático diversos pueblos hubieran, en muchas ocasiones, desplazado a la democracia, uno podría concluir con pesimismo que los regímenes democráticos son tan proclives a la autodestrucción que la idea democrática resultaría radicalmente resquebrajada. La pregunta inmediata, sin embargo, no tiene propósito primordialmente empírico, sino que plantea, nuevamente, si un demos puede hacer legítimamente lo que de manera indudable está habilitado a hacer, o, para usar una terminología diferente, si tiene la autoridad para hacer lo que tiene el poder de hacer. Planteado de esta manera, el razonamiento de que un demos puede legítimamente emplear el proceso democrático a fin de destruir a la democracia, está tan mal concebido como el razonamiento previo de que la mayoría puede privar legítimamente a una minoría de sus derechos. Dado que los dos razonamientos son en esencia el mismo, el dilema es tan espurio en un caso como en el otro. Si es deseable que un pueblo se gobierne democráticamente, no puede ser deseable que lo gobiernen antidemocráticamente. Si la gente cree que la democracia es deseable y justificada, lógicamente no puede creer simultáneamente que no es deseable y así justificar la destrucción del proceso democrático.
Así, el momento en que los derechos políticos primarios son necesarios para el proceso democrático, un pueblo comprometido con el proceso democrático estará obligado (lógicamente) a mantener estos derechos. Por el contrario, si infringieran conscientemente estos derechos, al hacerlo declararán su rechazo al proceso democrático. Si interpretamos que Tocqueville teme que el despotismo de la mayoría surja en un pueblo tan comprometido con el proceso democrático como lo estaba, según su descripción, el norteamericano, su miedo reflejaba un error teórico respecto de la relación entre los derechos políticos fundamentales y el proceso democrático.
Puede parecer que estas consideraciones teóricas no representan más que barreras débiles y enteramente formales a la tiranía de la mayoría. En la práctica, sin embargo, pueden convertirse en la protección más fuerte que puedan tener los derechos. Porque es difícil preservar el proceso democrático si el pueblo de un país no cree, de manera preponderante, que ello es deseable y si esta convicción no está sólidamente implantada en los hábitos, prácticas y cultura de dicho pueblo. A pesar de las dos maneras diferentes de considerar los derechos primarios, la lógica de la democracia no es misteriosa. La relación entre el proceso democrático y ciertos derechos políticos primarios no es tan abstracta como para quedar fuera del alcance de la razón práctica y el sentido común. Al pensar acerca de las exigencias de sus sistema político, un pueblo democrático sus líderes, sus intelectuales y sus juristas comprenderán la necesidad práctica de los derechos políticos primarios y desarrollarán las protecciones necesarias para ellos. Como resultado, en un pueblo de convicciones básicamente democráticas, la creencia en que los derechos políticos primarios son deseables puede muy bien entrelazarse con su creencia en la democracia. Así, en una democracia estable, el compromiso con la protección de todos los derechos políticos primarios se convertirá en un elemento esencial de la cultura política, especialmente en la medida en que dicha cultura ha sido transmitida por personas que tienen una responsabilidad especial en la interpretación y reforzamiento de los derechos, como es el caso de los juristas.
En este punto, cualquiera que esté familiarizado con Democracy in America puede muy bien preguntarse si nuestro trayecto teórico, después de todo, no nos ha remitido nuevamente a Tocqueville. Pues cualquiera que haya leído sus dos volúmenes recordará el gran énfasis que pone en la importancia de las costumbres, los hábitos y los usos para mantener la democracia y el equilibrio entre la libertad y la igualada.
Antes de examinar dicha proposición, sin embargo debemos considerar otra manera en la cual la dinámica de la igualdad puede, según Tocqueville, convertir a la democracia en una nueva clase de opresión.
Despotismo basado en las masas
El razonamiento de la sección anterior no desecha totalmente la posibilidad de que la democracia pueda ser un caldo de cultivo natural para el desarrollo de algún tipo de despotismo basado en las masas. ¿No sería posible que sólo unos pocos países democráticos, al igual que los sobrevivientes de una enfermedad altamente letal, hayan logrado desarrollar una cultura política que contenga los suficientes anticuerpos contra los peligros de la igualdad, como para asegurar las supervivencia tanto de la libertad política como de la democracia? Si ello fuera así, en los países con menos suerte que los sobrevivientes, la dinámica de la igualdad ya debería haber llevado al colapso de la democracia. Dichos países serían las víctimas de un proceso histórico por el cual la democracia se destruye a sí misma. Inclusive en países actualmente democráticos, que aún preservan todos los derechos políticos primarios necesarios para el proceso democrático y que por ello parecen exteriormente sanos, los efectos de la igualdad ya podrían estar actuando de manera fatal en la sociedad, de la misma manera en que lo hace una enfermedad incurable. ¿Es la coexistencia de la democracia, la igualdad y los derechos políticos primarios a menudo, o quizás siempre, sólo un estado de transición entre el nacimiento de un nuevo orden democrático y su transformación en un despotismo basado en las masas?
Después de terminar el primer volumen de Democracy in America, Tocqueville parece haberse sentido cada vez más atraído por una idea que encuadra aproximadamente dentro de estos parámetros. “Un examen más cuidadoso del tema, y cinco años de meditaciones ulteriores”, escribió cuando llegaba al final de su segundo volumen, “no han disminuido mis aprensiones, pero han cambiado su objeto» (2:378). Entonces, en uno de los fragmentos más obsesionantes e inspirados de toda la ciencia política, predice una forma totalmente nueva de despotismo que puede temerse en los países democráticos:

Creo que el tipo de opresión que amenaza a las naciones democráticas es diferente de cualquier cosa que jamás haya existido en el mundo: nuestros contemporáneos no encontrarán ningún prototipo de él en su memoria. Yo mismo estoy tratando de elegir una denominación que exprese adecuadamente la idea completa que me he hecho de él, pero es en vano: las viejas palabras “despotismo” y “tiranía” son inapropiadas, la cosa en sí misma es nueva, y desde el momento en que no puedo nombrarla, debo intentar definirla. Intento trazar los nuevos rasgos con los cuales el despotismo puede aparecer en el mundo. La primera cosa que llama la atención del observador es una innumerable multitud de hombres, todos iguales y similares, esforzándose incesantemente por procurarse los insignificantes y mezquinos placeres con los cuales sacian sus vidas. Cada uno de ellos, al vivir separado, es como un extraño respecto del destino de los demás, pues sus hijos y sus amigos personales constituyen para él la totalidad de la humanidad. En cuanto al resto de sus conciudadanos, está junto a ellos pero no los ve; los toca, pero no los siente, y si bien sigue manteniendo vínculos con sus parientes, se puede decir que en todo sentido ha perdido a su país.
Sobre esta raza de hombres se yergue un poder inmenso y tutelar, el cual asume por sí mismo la tarea de garantizar sus gratificaciones y cuidar de su suerte. Ese poder es absoluto, minucioso, regular, providente y blando. Sería como la autoridad de un padre si, al igual que dicha autoridad, su propósito fuera preparar a los hombres para la madurez; pero, por el contrario, se propone mantenerlos en una infancia perpetua: está muy satisfecho de que el pueblo se regocije, siempre que no piense más que en regocijarse. Para su felicidad es que dicho gobierno trabaja de buen grado, pero elige ser el único agente y el único árbitro de esa felicidad: se ocupa de su seguridad, prevé y cubre sus necesidades, facilita sus placeres, se hace cargo de sus preocupaciones principales, dirige su industria, regula la transmisión de la propiedad y subdivide sus herencias. ¿Qué resta, si no que los libere de toda la preocupación de pensar y de todo el problema de vivir?
Así, hace que cada día el ejercicio del libre albedrío humano sea menos útil y menos frecuente; circunscribe la voluntad a un círculo más estrecho y gradualmente despoja al hombre de todas sus prerrogativas. El principio de la igualdad ha preparado a los hombres para estas cosas: los ha predispuesto para soportarlas y, a menudo, para considerarlas un beneficio.
Tras haber apresado con éxito a cada miembro de la comunicad en sus poderosas garras y haberlo moldeado a su voluntad, el poder supremo existe su brazo sobre toda la comunidad. Cubre la superficie de la sociedad con una red de pequeñas y complicadas reglas, minuciosas y uniformes, a través de la cual no pueden penetrar las mentes más originales y los caracteres más enérgicos, para alzarse sobre la multitud. No se rompe la voluntad del hombre, sino que se ablanda, se la tuerce y se la guía: muy pocas veces se fuerza a los hombres a actuar, pero constantemente se les impide hacerlo; un poder tal no destruye, sino que impide la existencia; no tiraniza, sino que oprime, enerva, extingue y estupidiza al pueblo, hasta que cada nación queda reducida a no ser más que una manada de animales tímidos e industriosos, de la que el gobierno es el pastor. (2:380-81)

¿Cómo debemos interpretar esta predicción pesimista? Se puede leer como una prefiguración del crecimiento del estado de bienestar, el cual se ha desarrollado, desde la época de Tocqueville, en casi todos los países democráticos y en algunos, como Suecia, hasta un nivel poco común. Algunos críticos han alegado que, al incrementar la dependencia de los ciudadanos-legal, política, económica y espiritual- de los funcionarios del Estado central, el estado de bienestar ha reducido correlativamente su libertad e independencia. Pero convertir a Tocqueville en participante de un debate hoy en día bastante anticuado acerca de las libertades y los derechos políticos y de otro tipo, lo hace mucho menos interesante e importante de lo que creo que es. Aunque nuevamente no podemos estar totalmente seguros de lo que quería decir Tocqueville, me parece más fructífero intentar una interpretación alternativa.
Supongamos que, desde la perspectiva deTocqueville, la igualdad que él creía hasta tal punto característica de los países democráticos, fuera particularmente proclive a conducir, dado el tiempo suficiente para que actuaran sus efectos corrosivos, al crecimiento de un apoyo generalizado a algo vagamente similar a los regímenes autoritarios basados en las masas que han constituido uno de los rasgos más sorprendentes de este siglo. Por cierto, sería tonto negar que privó acertadamente el surgimiento de tales regímenes o el nivel hasta el cual emplean la violencia, la coerción y la represión desembozada. Pudo haber previsto que los gobiernos de tales regímenes serían más benignos de lo que son. Pero vale la pena señalar que para sus partidarios y apologistas, el poder de muchos autoritarismos modernos de base popular bien puede parecer, como Tocqueville lo prefiguró, “absoluto, minucioso, regular, providente y blando”.
Al sintetizar el razonamiento de Tocqueville al principio de este capítulo, dije que plantea un dilema: la democracia no puede existir sin un grado excepcional de igualdad social, económico y política; sin embargo, esa misma igualdad a tal punto esencial para la democracia, simultáneamente amenaza la libertad. El dilema reaparece en el pasaje que acabo de citar. La democracia requiere igualdad; sin embargo, el grado de igualdad necesario para que exista la democracia entraña la posibilidad de que un régimen democrático se transforme en una forma de despotismo históricamente sin precedentes. Podríamos reformular la conjetura de Tocqueville según estos parámetros: en los países democráticos, la igualdad de condiciones necesaria para la democracia tenderá, a largo plazo, a crear una sociedad altamente atomizada de individuos y familias aisladas, y a generar el apoyo, por parte de una sustancial mayoría del pueblo, a un régimen que tome a su cargo satisfacer los extendidos deseos populares de seguridad, ingreso, abrigo, asistencia y otros similares, mientras que, al mismo tiempo, cercena drásticamente los derechos políticos y destruye el proceso democrático.
Si esta conjetura es correcta, entonces, debido a las consecuencias a largo plazo de la igualdad y a la necesaria conexión entre igualdad y democracia, y dado el tiempo suficiente como para que las fuerzas de la igualdad produzcan sus efectos, los sistemas democráticos tenderán a ser especialmente autodestructivos. Más concretamente, cabe suponer que entre los países que han sido democráticos durante un período de tiempo considerable -digamos una generación o más- encontraremos un número significativo de ellos en los cuales se registrarán al menos tres cambios perceptibles: la sociedad se atomiza en individuos aislados, la democracia es reemplazada por un régimen autoritario y este cambio de régimen está, a la vez, apoyado por un extendido consenso popular y surge, en gran medida, como consecuencia de dicho apoyo.
La ruptura de las instituciones democráticas y su anulación pro parte de regímenes autoritarios en Italia, Alemania, Austria y España entre 1923 y 1936, le pareció a muchos observadores que convalidaba la conjetura de Tocqueville. La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, publicado en 1930 después del triunfo del fascismo en Italia pero antes de que se destruyera la democracia en Alemania, Austria y España, a menudo ha sido leído como una lúcida anticipación del colapso de la democracia basada en la masas. Durante las siguientes décadas, con frecuencia se argumentó que el surgimiento de la democracia de masas en el siglo XX amenazaba con llevar a la destrucción de la libertad política y la democracia liberal. Al principio formulada fundamentalmente por estudiosos en el exilio, quienes habían sido testigos de la ruptura de la democracia en sus propios países (especialmente Hannah Arendt, Emil Lederer y Sigmund Neumann), la teoría tuvo su elaboración más sistemática en 1959 por parte de un sociólogo norteamericano, William Kornhauser, en The Politics of Mass Society (La política de la sociedad de masas), un libro que remitía explícitamente a Tocqueville.
La teoría de la democracia de las masas planteada por estos autores ha sido sometida a una intensa y significativa crítica. Sin embargo, desde el momento en que la teoría ponía el énfasis, sobre todo, en la atomización de la sociedad y en el apoyo que el fascismo supuestamente obtenía de los individuos asilados, desarraigados y solitarios, los críticos concentraron sus ataques en este rasgo de la teoría. En una soberbia reconstrucción histórica del carácter social de una sola ciudad de Alemania en 1930, William S. Allen demostró que los alemanes, lejos de estar aislados, se hallaban envueltos en una densa red de asociaciones. Sin embargo, el defecto fatal era que las organizaciones estaban polarizadas en clases (Allen, 1965). En un ensayo reciente, Bernt Hagtvet ha utilizado un sustancial conjunto de pruebas, incluidas las de Allen, para demostrar, con un efecto devastador, que la destrucción de la República de Weimar que se produjo como lo había supuesto la teoría de la democracia de masas (Hagtvet, 1980). Dado que carecemos de un análisis equivalente para la mayoría de los demás países, no podemos, por cierto, estar seguros de que la tesis de la atomización esté completamente errada. Pero dado que la teoría fue, en gran medida, creación de exiliados alemanes que se remitieron principalmente a la experiencia alemana, si la teoría está errada respecto de dicho caso crucial, entonces pierde mucho de su plausibilidad.
Tanto los defensores como los críticos de la teoría de la democracia de masas se han concentrado, según dije, principalmente en las supuestas consecuencias del aislamiento para el surgimiento del autoritarismo. Sin embargo, mientras la evidencia sugiere que esta relación es espuria, la tendencia de la igualdad política y social a apoyar movimientos autoritarios puede, a pesar de todo, haber tomado un camino similar al delineado por Tocqueville. Es razonable, en consecuencia, preguntarse si el surgimiento de regímenes autoritarios de base popular en este siglo ofrece pruebas convincentes o no de que, dado el suficiente tiempo, las democracias modernas tienden a generar un amplio apoyo a los movimientos autoritarios y así, a transformarse en regímenes autoritarios. Una buena prueba sería examinar todas las instancias conocidas en las cuales una democracia moderna se ha transformado en una dictadura, a fin de ver si la transformación se adecua a la hipótesis. He podido identificar trece casos en este siglo en los cuales un régimen democrático (o en algunos casos, un régimen cuasi democrático) se ha transformado en una dictadura. Ellos son: Argentina en 1930, Austria en 1933-34, Brasil en 1964, Chile en 1973, Colombia en 1949, Alemania en 1933, Grecia en 1967, Italia en 1923-25, Perú en 1968, Portugal en 1926, España en 1936, Venezuela en 1948 y Uruguay en 1973 .
Lo que encuentro asombroso es el poco apoyo que brindan estos casos para la hipótesis y, por cierto, cinco aspectos de la experiencia de estos países parecen ir abiertamente en contra de dicha hipótesis.

1. Con la única excepción de Uruguay, en la época del colapso democrático todos estos países habían experimentado menos de veinte años de instituciones democráticas Es mucho de veinte años de instituciones democráticas. Es mucho más razonable concluir que la ruptura de la democracia, en parte, obedeció a la misma novedad, fragilidad e incierta legitimidad de las instituciones democráticas en estos países, más que a los efectos a largo plazo de la igualdad social o política. En la mayor parte de estos países, los hábitos y las prácticas democráticas tenían raíces bastante poco profundas. En Alemania, un régimen democrático acababa de reemplazar a otro no democrático: por cierto, un régimen autoritario de corte tradicional. En algunos países, la oposición política ubicada fuera del cerrado círculo de la oligarquía, hacía poco tiempo que había obtenido derechos políticos. En otros como Italia y Chile, había pasado menos de una generación desde que el sufragio se había extendido a la mayoría de los varones. Si tomamos en cuenta criterios como éstos para la democracia, advertimos que las instituciones democráticas tenían sólo trece años de vida en Italia cuando Mussolini consolidó su poder en 1925; catorce en Argentina de 1930 ; catorce en la Alemania de 1933; quince en la Austria de 1934; dos en la España de 1936; catorce en el Perú de 1968, y así seguimos. Inclusive en Chile, al que se lo consideraba, en general, como uno de los pocos y pequeños países democráticos de América Latina -un juicio en todos los otros aspectos totalmente correcto-, los obstáculos para el empadronamiento “dieron como resultado un número relativamente pequeño de votantes empadronados”, hasta que las reformas de 1958 y 1962 aumentaron en gran medida el sufragio (Gil, 1966, 207).
La única excepción que he podido encontrar es Uruguay, donde las prácticas democráticas parecen haber sido mucho más observadas entre principios de siglo y 1933, fecha en que el presidente Gabriel Terra dio un golpe de Estado. Después de cerca de una década de gobierno presidencial inconstitucional por parte de Terra y sus sucesores, en 1942 Uruguay, como lo dijo un autor, “volvió a la forma de vida democrática que la acción de Terra interrumpió (Pendle, 1963, 36). En consecuencia, Uruguay sería el único caso en el cual un sistema democrático de relativa larga data, fue reemplazado por un régimen autoritario impuesto internamente . En contraste, hay por lo menos veintiséis países en los cuales las instituciones democráticas han existido por más de veinte años y, en algunos casos, como lo sabemos, durante mucho más tiempo .

2. Por otra parte, en países donde un régimen democrático fue suplantado por otro autoritario, las instituciones democráticas no sólo sufrieron los efectos de la fragilidad propia de su reciente implantación, sino que el régimen derrocado era, en algunos casos, a lo sumo una oligarquía tradicional parcialmente democratizada.
Así, de ser una oligarquía competitiva en 1910, Colombia había evolucionado, hacia 1940, hasta ser lo que se ha descripto como una “democracia oligárquica” ya que, a pesar de la vigorosa competencia entre conservadores y liberales, la participación electoral era generalmente baja (inclusive para los patrones norteamericanos) y “el fraude siempre estaba presente, tanto como la coerción periódica ejercida sobre la oposición”(Wilde, 1978, 30-31, 44) . En Argentina, debido a la existencia de un gran número de inmigrantes no nacionalizados, menos de la mitad de los varones adultos tenía derecho a votar, y dado que una gran parte de la clase trabajadora era inmigrante (alrededor del 60 por ciento en las áreas urbanas), la mayoría de ella carecía efectivamente de derechos de ciudadanía.

3. Además, en la mayor parte de estos países una porción sustancial de la clase dirigente, y, por lo que se puede suponer, de la población en general, era hostil al igualitarismo, la igualdad política, las ideas democráticas y las instituciones democráticas. En Alemania se ha estimado que, durante la República de Weinar, sólo alrededor del 45 por ciento del electorado favorecía un orden democrático, mientras que el 35 por ciento era partidario de un orden autoritario derechista y un 10 por ciento de un orden comunista. Así, el apoyo a regímenes democráticos y antidemocráticos era casi igual, mientras que el 10 por ciento del electorado restante no estaba decidido entre la democracia y el autoritarismo (Lepsius, 1978, 38). No es demasiado sorprendente que en Argentina, una clase trabajadora sometida al despojo sustancial de sus derechos de ciudadanía y a la discriminación política, se volviera hacia Perón, como lo hizo de manera abrumadora. Si la legitimidad de la democracia era débil en el extremo más bajo de la escala social argentina, era aún más débil en la cumbre. La oligarquía tradicional había adoptado como patrón válido que a la mayoría “equivocada” nunca debía permitírsele ganar una elección. Cuando la ley electoral de 1912 por fin aseguró elecciones libres y limpias, los sucesores de la vieja oligarquía, los conservadores, continuaron rechazando la legitimidad del gobierno de la mayoría. Desanimados en los años 20 por la aparente falta de voluntad de los radicales, ahora el partido mayoritario, de compartir con ellos el control del gobierno, los conservadores apoyaron el golpe militar (Botana, 1977, 174-202; Smith, 1978, O'Donnell, 1978).

4. Lo que es más, la transición de la democracia o cuasi-democracia al autoritarismo muy pocas veces, si es que alguna vez fue así, surgió como resultado de un abrumador apoyo público que se hiciera sentir a través de los procesos democráticos. Como rasgo típico, previo a la transición, el país aparece altamente fragmentado, como en el caso de Alemania, Austria, Colombia y Chile, polarizado en campos antagónicos. Virtualmente en todos los países, la transición se ha producido no a través de procesos democráticos, sino por medio de una violenta apropiación del poder por parte de líderes autoritarios y manifiestamente antidemocráticos que procedieron rápida y más o menos abiertamente a destruir las instituciones democráticas. Para asegurarse, Hitler se convirtió legalmente en canciller del Reich en enero de 1933. Pero rápidamente suspendió los derechos civiles constitucionales, y las elecciones de marzo de 1933 tuvieron lugar en “una atmósfera de inseguridad pública y de terror para los comunistas y los socialistas” (Lepsius, 73). aun así, los nazis sólo obtuvieron el 44 por ciento de los votos y les hizo falta el 8 por ciento del voto conservador para obtener la mayoría. De allí en adelante, Hitler rápidamente enterró los restos de la República de Weimar.
En algunos países -seguramente Alemania fue uno de ellos-, el régimen autoritario debió haber logrado el apoyo de una mayoría de adultos. Con la capacidad sin precedentes de manipular y coercionar la opinión pública de que dispone un Estado autoritario moderno, difícilmente podría resultar sorprendente. Pero no podemos saber con certeza cuán a menudo ello fue así o cuándo una mayoría, si existía alguna, se convirtió en minoría. En este aspecto, quizás Argentina sea el país que mejor se adecua a la hipótesis. Uno de los estudiosos más agudos de la política argentina ha descripto a Perón como “un indudable dictador mayoritario” durante su gobierno de 1946 a 1955 (O'Donnell, 164). Desde la época en que se lo derrocó a Perón, estaba bien claro entre los liberales y los conservadores argentinos por igual, que si se hacían elecciones donde se les permitiera participar a los peronistas, Perón ganaría por lo menos una gran cantidad de votos. Así, los opositores a Perón se enfrentaban con un dilema: ¿se debía llamar a elecciones libres y limpias, en cuyo caso Perón ganaría, o se debía evitar que ganara, haciendo imposible que una pluralidad de votantes ejerciera una opción libre en las elecciones? En ambos casos, la democracia sin duda perdía.

5. El peronismo, sin embargo, no surgió de un exceso de igualdad sino de desigualdades agudamente experimentadas en lo político, lo social y lo económico. El ejemplo de Perón, me parece, constituye la ilustración más significativa de todas: los países a los que me he referido no estaban caracterizados por un grado muy alto de igualdad económica y social . En la mayoría, la desigualdad era extrema, o se sentía que lo era, y las desigualdades a menudo ayudaban a fragmentar o polarizar a la ciudadanía en campos hostiles, a debilitar la confianza en las instituciones democráticas y a generar apoyo a la dictadura, tanto para permitirles a los líderes de los descamisados ganar poder o para impedirles hacerlo. Si la libertad se vio amenazada en estos países, la amenaza no provino de un exceso de igualdad, sino de que había demasiado poca. Estaba ausente el factor fundamental que, desde la perspectiva de Tocqueville, podría predisponer a un pueblo democrático a destruir la libertad: la igualdad de condiciones.

Recapitulación
¿Es decir, entonces, que Tocqueville estaba errado en lo fundamental? No necesariamente. Porque no sostenía que las igualdades democráticas hicieran inevitable la destrucción de la libertad. Sólo planteaba que la favorecían. Pero también decía que, en ciertas condiciones, las cuales pensaba que se daban ampliamente en Estados Unidos, la igualdad podía conciliarse con la libertad. Por cierto, no suponía que las condiciones y las instituciones norteamericanas pudieran o inclusive debieran duplicarse exactamente en Europa o en otro lado. Creía que, despojados de las peculiaridades norteamericanas, ciertos factores generales podían sostener a la democracia y a la libertad en otros países (1:348 y ss.).
Ponía un gran énfasis en cuatro de dichos factores . Uno era la difusión general del bienestar económico o “prosperidad física”. Un siglo y medio después de la percepción de Tocqueville, sin duda encontramos una correlación extraordinariamente fuerte entre el bienestar económico y la democracia. Las instituciones democráticas hoy en día existen exclusivamente en países que tienen un alto producto bruto interno per cápita, con sólo unas pocas excepciones, de alguna manera precarias, con sólo unas pocas excepciones, de alguna manera precarias, como India, Grecia y Portugal. Si bien dicha prosperidad puede no ser ni necesaria ni suficiente para la democracia, sin duda facilita en gran medida el surgimiento y la supervivencia de las instituciones democráticas. Sin embargo, no debemos malinterpretar la evidencia. Medidos por los indicadores de éxito económico más usados en los últimos años, a los norteamericanos de 1832 se los consideraría relativamente pobres en comparación con las naciones industriales contemporáneas. La democracia no tiene necesidad ni de la opulencia ni de los patrones materiales que hoy en día prevalecen en los países industriales avanzados. Por el contrario, necesita de un sentimiento generalizado. Por el contrario, necesita de un sentimiento generalizado de relativo bienestar económico, justicia y oportunidades, una condición derivada no ya de los patrones absolutos, sino de la percepción de las ventajas y las privaciones relativas (ver Dahl, 1971, 62, y ss.).
Tocqueville también pone el énfasis en la importancia que tiene para la democracia la existencia de una sociedad en la cual el poder y las funciones sociales estén descetralizados entre un amplio número de asociaciones, organizaciones y grupos relativamente independientes. Subraya el papel vital de los periódicos independientes (1, cap. 11), de la abogacía como profesión libre (1, cap. 16), de las asociaciones políticas (1, cap. 12) y de las asociaciones de la vida civil, no sólo “compañías comerciales y fabriles, sino asociaciones de los más diversos tipos: religiosas, morales, serias, fútiles, amplias o restringidas, enormes o diminutas” (2:128). Tocqueville fue uno de los primeros en reconocer la íntima relación entre las instituciones democráticas y la sociedad y comunidad política pluralistas. Sin duda tenía razón, ya que a pesar de las variaciones sustanciales en los modelos particulares, en todos los países democráticos modernos el poder está significativamente descentralizado entre una gran variedad de organizaciones políticas, profesionales, económicas, sociales, culturales y religiosas. Por cierto, la existencia de organizaciones relativamente independientes no es suficiente para la democracia, pero es evidentemente necesaria para la democracia y la libertad en escala nacional (ver también Dahl, 1982). El desarrollo de una iglesia relativamente independiente, un movimiento sindical, una organización de granjeros y una asociación de intelectuales, no fue suficiente para hacer de Polonia una democracia. Pero dichas organizaciones independientes fueron absolutamente esenciales para obtener la cuota de libertad y democracia de que disfrutaron los polacos antes de la intervención militar.
Tercero, Tocqueville llamó la atención sobre el significado de la descentralización constitucional en Estados Unidos: la separación de los poderes en tres cuerpos relativamente independientes, la división territorial del poder entre el gobierno federal y los gobiernos de los Estados, la ulterior descentralización en unidades locales y la descentralización del proceso judicial a través del sistema anglo-norteamericano de juicio por jurado, los cuales lo había impresionado profundamente. Tocqueville previó acertadamente que los otros países democráticos no tendrían necesidad de imitar las particularidades del sistema constitucional norteamericano. Como se ha comprobado, de hecho ningún otro país democrático existente ha copiado exactamente nuestro sistema, cuya constitución prevé un poder mucho más descentralizado entre instituciones relativamente independientes, de lo que la mayoría de los otros países ha considerado necesario o deseable. Sin embargo, sea cual fuere la teoría constitucional formal de cada nación, en todo país democrático el Poder Judicial es relativamente independiente del Ejecutivo y el Legislativo; el Poder Legislativo mantiene, al menos, una pequeña cuota de independencia respecto del Ejecutivo, aunque en algunos países se ha reducido por épocas; para bien o para mal, las dependencias administrativas tienden a ser relativamente independientes una de otra, del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, y algunas funciones les están reservadas a los gobiernos locales. En cuanto a esto último, y tal como Tocqueville temía que ocurriera, en Francia, la Tercera, Cuarta y Quinta Repúblicas mantuvieron el sofocante sistema napoleónico de prefectura, con su severo control central sobre los départements. En un gesto que sin duda Tocqueville hubiera apoyado, los franceses no intentaron hasta 1981 aumentar la autonomía de los gobiernos locales, como para respirar un poco más de democracia local en un sistema altamente centralizado.
Pero por mucho que subrayara la importancia vital de las “leyes” -o, como diría del sistema constitucional- para unir la libertad con la democracia y el gobierno de la mayoría, Tocqueville le atribuía una importancia aun más grande a un cuarto factor, considerablemente más elusivo que los otros: la modalidad de un pueblo, término que Tocqueville equiparaba con el latino mores. Por modalidad se refiere a “las diversas nociones y opiniones corrientes entre los hombres y el conjunto de dichas ideas que constituyen su carácter mental” (1:354). Acerca de la importancia relativa de tal modalidad, Tocqueville es sucinto:

[Si] se las clasificara según su propio orden, diría que las circunstancias físicas [de un país] son menos eficientes [para mantener la democracia] que las leyes, y las leyes están en gran medida subordinadas a la modalidad del pueblo... Insisto de manera tan seria en este primer puesto, que si hubiera fracasado en hacerle sentir al lector la importante influencia que le atribuyo a la experiencia práctica, a los hábitos, a las opiniones, en pocas palabras, a la modalidad de los norteamericanos en el mantenimiento de sus instituciones, habría fracasado en el objetivo principal de mi trabajo. (1:383)

Al atribuirle dicho papel esencial a la modalidad y a las costumbres, Tocqueville, a la vez, se hacía eso de un tema más antiguo -preludiado por Maquiavelo en Los discursos, por ejemplo- y anticipaba la importancia atribuida a la “cultura política” por muchos investigadores actuales. Al igual que la modalidad y las costumbres, la cultura política es una cualidad elusiva; probablemente en ninguna otra área del análisis político comparativo sean tan escasos los ejemplos ilustrativos. Las características esenciales de una cultura democrática, al igual que las propias de una “personalidad democrática”, siguen siendo inciertas y agudamente debatidas. Sin embargo, los investigadores que intentan habérselas con la pregunta “¿Por qué existen instituciones democráticas en el país X y no en el país Y?”, tienden a coincidir tarde o temprano con Tocqueville, en que ni la prosperidad ni un buen sistema constitucional podrían asegurar la democracia en un pueblo que carece de la predisposición esencial hacia ella, actitud que se transmite y se apoya en la cultura en sentido amplio, los sistemas de creencias, los hábitos, la modalidad y las costumbres. Pero un pueblo que de hecho posee una cultural tal, puede manejar las instituciones democráticas por medio de un sistema constitucional entre muchos y puede hacerlo a través de períodos de crisis económica que llevarían al colapso de la democracia en un pueblo con una cultura política menos sólida. Explicar por qué la democracia sucumbió a la dictadura en la Argentina de 1930, y no en Nueva Zelanda o en Australia, exige más que una descripción de sus circunstancias económicas, las cuales eran bastante parecidas, o un análisis de sus respectivas constituciones.
Después de todo, ¿Tocqueville estaba básicamente acertado? Es tentador pensarlo, porque parece ser bastante cierto que en todos los países donde han sobrevivido las instituciones democráticas junto las libertades políticas fundamentales que éstas requieren, las cuatro condiciones planteadas por Tocqueville también se han registrado y bastan para dar razón de la conciliación entre la democracia y la libertad que se ha dado en estos países. Si ello es así, parecería que la teoría implícita de Tocqueville ha quedado reivindicada.
Sin embargo, queda una pregunta perturbadora. Aun si la solución de Tocqueville al problema de la libertad y la igualdad es acertada en general, ¿es el peligro, tal como él lo formulaba, un problema central en los países democráticos? Para Tocqueville, la igualdad era algo dado, y la libertad, algo problemático. Un grandioso proceso histórico estaba destinado a producir igualdad, pero ningún proceso histórico equivalente aseguraría la libertad. Por el contrario, la libertad estaba amenazada por la igualdad.
Pero, ¿realmente podemos tomar a la igualdad como algo dado? ¿No es acaso también, al igual que la libertad, altamente problemática? Una combinación de circunstancias creó en Estados Unidos, en la época de Tocqueville, una igualdad de condiciones entre los barones blancos, que en su momento era históricamente rara y probablemente única en su alcance. Pero dicha combinación no era simplemente poco común, e inclusive en Estados Unidos demostró ser transitoria. Porque la economía y la sociedad agrarias en las cuales se basaba sufrieron una transformación revolucionaria en un nuevo sistema de capitalismo comercial e industrial, que automáticamente generó amplias desigualdades de riqueza, ingreso, estatus y poder. Estas desigualdades eran, a su vez, resultado de una libertad de cierto tipo: la libertad de acumular ilimitados recursos económicos y de organizar la actividad económica en empresas jerárquicamente gobernadas.
En problema con el que nos enfrentamos, y con el cual se enfrentan todas las democracias modernas, es, en consecuencia, aun más difícil que el planteado por Tocqueville. Porque no sólo debemos identificar y crear las condiciones que reduzcan los posibles efectos adversos de la igualdad en la libertad, sino que también debemos esforzarnos por reducir los efectos adversos que se registran en la democracia y la igualdad política cuando la libertad económica produce grandes desigualdades en la distribución de los recursos y, por ello, del poder, de manera tanto directa como indirecta.
Tocqueville adelantó una solución razonable para el problema que planeaba. Pero el conflicto entre la libertad y la igualdad que enfrentamos hoy no es exactamente el mismo. Las condiciones para conciliar la libertad y la igualdad que él adelantó son, desde mi punto de vista, todavía necesarias. Pero dado que la igualdad es tan problemática como la libertad, las condiciones que especificó han dejado de ser suficientes. El problema con el que nos enfrentamos es si podemos, o no, crear condiciones tan favorables para la libertad como aquéllas que Tocqueville pensaba que los norteamericanos, y quizás otros pueblos, podían ofrecer, y que promovieron hasta tal punto la igualdad como las que en su opinión se daban en la sociedad norteamericana en un momento histórico que está irreversiblemente a nuestras espaldas.
[6] Montesquieu, Esprit des lois, Lib. XXII, cap. 8.

No hay comentarios: