Eugenio Tironi
El Mercurio Martes 27 de Marzo de 2012
Moral y moralismo
Los debates sobre el caso Atala o el llamado aborto terapéutico marcan la pauta acerca del tipo de dilemas que enfrenta nuestra sociedad. Hay que optar respecto de cuestiones sobre las que no existe una "verdad científica", ni tampoco una voz espiritual con la autoridad para prescribir el buen camino. Esto torna inescapable encarar un debate moral, esto es, una discusión acerca de las diferentes concepciones que en una sociedad pluralista hay de lo bueno, de lo justo, de lo recto y de lo bello. Aquí nace el problema.
Cuando hay que elegir entre "lo bueno" y "lo malo", no hay propiamente un dilema. Éste surge cuando hay que optar entre dos bienes morales incompatibles: por ejemplo, entre la libertad de la mujer a vivir libremente su opción sexual, o a elegir si prosigue con un embarazo inviable; o el deber del Estado de proteger una determinada noción de familia o una vida potencial. Los argumentos a favor de una u otra opción son igualmente concluyentes, y al mismo tiempo nadie es indiferente ni al dolor de la mujer ni a los deberes del Estado. Pero hay que escoger. Ante ello, cada uno defiende su opción de acuerdo con su concepto de "lo bueno", el cual se enraíza en creencias, tradiciones y sentimientos que difícilmente serán modificados por pruebas o raciocinios.
Los conflictos de orden moral han dado lugar a los más dolorosos conflictos de la humanidad. Esto ha sucedido porque la actitud "moralista" -para recoger la distinción de la filósofa pragmática Émilie Hache- se ha impuesto sobre la actitud "moral".
El comportamiento moralista es aquel que justifica la elección de un determinado bien sobre la base de que sería el único moralmente aceptable. Las demás opciones serían, por defecto, inmorales, o bien estarían en un escalón más bajo en una escala única de moralidad. Esto sitúa en el campo de la inmoralidad a quienes postulan otras opciones, lo que imposibilita cualquier diálogo y cualquier compromiso, pues no se hacen pactos con el mal o el pecado. De otra parte, vuelve imposible revisar la opción elegida, porque hacerlo implicaría cuestionar su moralidad o volver sobre las opciones concurrentes, que ya fueron arrojadas al basurero de la inmoralidad, lo que conduce a bloquearse ante cualquier nueva evidencia que pudiera ponerla en tela de juicio.
El comportamiento moral, en cambio, se abstiene de justificar sus decisiones sobre la base de juicios morales y se cuida de no lanzar a la hoguera de lo inmoral el bien descartado. Se obliga -como afirma bellamente Isabelle Stengers- a "sentir la tragedia" ante el hecho de que no todos los bienes morales pueden alcanzarse al mismo tiempo, y generalmente hay que optar entre ellos. Hace propio el duelo por el bien moral postergado y lo guarda sagradamente en la memoria, pues en el futuro las circunstancias podrían conducir a revisar el camino elegido y volver sobre el bien que fuera relegado. No rehúye el compromiso, sino, al contrario, lo toma como una obligación, pues lo moral no es juzgar el mundo desde principios que están por encima de la experiencia, sino tratar de comprenderlo para entenderse con aquellos que lo miran desde una escala moral diferente.
Hemos llegado a un punto en el que los dilemas han huido del confortable dominio de las "políticas públicas" y del campo de los expertos, para adoptar crudamente su dimensión moral, ante la cual todos nos sentimos autorizados a emitir nuestra opinión. Ante tales dilemas no hay más alternativa que alcanzar arreglos provisorios, compuestos a partir de las posiciones de los diferentes actores involucrados en la controversia. Esto sólo se puede conseguir si evitamos el moralismo, que conduce ineludiblemente a la descalificación de nuestros contradictores y, en el límite, a la violencia.
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