miércoles, 19 de marzo de 2008

LA PRIMERA SENTENCIA

LA PRIMERA SENTENCIA DE UN TRIBUNAL
Mario Sepúlveda Pérez
Abogado Universidad de Chile.
Profesor Titular Cátedra de Derecho Político de la Universidad Central de Chile.
Publicado en la revista de la Asociación
de Abogados de Chile, Año XXI, Nº 30, enero de 2003.
“DE ORIENTE VIENE LA LUZ...” SUELE DECIRSE EN UN SENTIDO GEOGRÁFICO QUE ES
ADEMÁS SIMBÓLICO. DE LOS PAÍSES ORIENTALES PROCEDEN LOS PRIMEROS DATOS CON CRONOLOGÍA CIERTA, EL DESPERTAR DE LOS PUEBLOS A LA HISTORIA, LOS PRIMEROS ALFABETOS, RUDIMENTARIOS CÓDIGOS Y LAS PRIMERAS RELIGIONES TRASCENDENTES.

Oriente es el hogar donde la humanidad se organiza por vez primera en forma de grandes sociedades coherentes que en su origen asocian la idea religiosa a la estatal: Mesopotamia, Egipto, Asia Menor, meseta de Irán... Cuando el hombre se agrupa en potentes organizaciones como las citadas, aparecen las grandes civilizaciones antiguas.
Sin embargo, es posible advertir que el estudio de la historia de la Filosofía, el Derecho, la Política
y otras ciencias sociales que se enseñan en nuestros colegios e incluso en las aulas universitarias,
por lo general, omiten la referencia a estas grandes civilizaciones y arbitrariamente establecen el
inicio de la historia universal a partir de la entrada de la Hélade ―la antigua Grecia―.
Posiblemente, es difícil hallar en los pueblos de Oriente un concepto de “humanidad” en un sentido clásico, tal como aún hoy lo concebimos, pero su casi nula referencia nos parece reprochable, pues nos priva de la profundización del pasado remoto del hombre, tan necesaria para hallar precedentes, encontrar paralelismos instructivos y más aún, descubrir las razones íntimas de muchos fenómenos, especialmente ético-morales, que nos afectan hoy en día.
Pareciera ser ―hasta que nuevos descubrimientos arqueológicos no digan lo contrario―, que la raíz de nuestra civilización, tan soberbia e inmodesta, se halla en la tierra de Sumer. Fue allí
precisamente donde por vez primera el hombre organizó la sociedad y tuvo la preocupación por
materias que han sido la base del pensamiento en todos los tiempos, problemas filosóficos, éticos,
legales, cosmogónicos.
C. Goosens 1 se refiere a las ciudades sumerias como: “la simiente fecunda de la que brotó el árbol de la cultura moderna de la Humanidad”. Dicho autor nos ofrece el panorama de las ciudades sumerias organizando su vida en todos los aspectos, conociendo por vez primera los problemas políticos y sociales de una Humanidad que acababa de salir de la primitiva etapa de la caza y la recolección: libertad y tiranía; paz y guerra; precios y tasas, impuestos y gabelas de toda clase; un código penal y civil, dioses contrapuestos, gobiernos sacerdotales, etcétera.
Sin embargo, lo más asombroso es encontrarse con tantos rasgos modernos, que nos provocan una inexplicable impresión de proximidad y cercanía a esos tres milenios antes de nuestra era cristiana, y que en cambio, parecen tan lejanos para la generalidad de las personas. Asombra, en efecto, constatar que al igual que en nuestros días, la ley y la justicia fueran dos conceptos tan
1 C. Goosens: La antigua Asia Occidental, pp. 289-295, tomo 1, Gallimard, 1956.
fundamentales en Sumer. Tanto en teoría como en la práctica, la vida social y económica sumeria
estaban impregnadas de estos conceptos. Carl Grimberg2 nos expone que en el transcurso del siglo pasado, los arqueólogos fueron descubriendo millares de tablillas de arcilla que reproducían toda suerte de documentos de índole jurídica: contratos, actas, testamentos, pagarés, recibos y sentencias judiciales. Y agrega el autor precitado que entre los sumerios, los estudiantes más adelantados consagraban buena parte de su tiempo al estudio de las leyes y de las sentencias que habían sentado jurisprudencia.
Pues bien, en 1950, se publicó el texto completo de una de esas sentencias, y como señala el
profesor de Asiriología, y Conservador del Museo de la Universidad de Pennsylvania, Samuel Noah Kramer 3, dicho fallo, dictado por un tribunal sumerio es tan notable, y el asunto de que trata es tan curioso, que vale la pena detenerse un poco en él; agregando que se podría titular ―empleando los términos de una novela policíaca― “El caso de la mujer que no habló”.
He aquí, pues, que se cometió un asesinato en el país de Sumer, cierto día de un año que hay que
situar allá por el año 1850 antes de Cristo. Tres hombres (un barbero, un jardinero y otro individuo cuya profesión se ignora) asesinaron a un dignatario del Templo, llamado Lu-Inanna. Los asesinos, por una razón que no se especifica, informaron entonces del hecho a la mujer de la víctima, llamada Nin-dada. Por curioso que parezca, lo cierto es que ella guardó el secreto y se abstuvo de informar a las autoridades del asesinato de su marido.
Pero la justicia, que al parecer tenía el brazo muy largo en esos remotos tiempos, debió intervenir, dado que el crimen fue denunciado al rey Ur-Ninurta en su capital de Isin. El Rey llevó el asunto ante la Asamblea de ciudadanos que hacía las funciones de tribunal de justicia, en Nippur.
En esta Asamblea, compuesta por ciudadanos carentes de formación jurídica, pero como veremos, revestidos de un profundo sentido de justicia ―entre los que se contaba un cazador de pájaros y un jardinero―, se levantaron nueve de sus miembros para pedir la condena de los acusados, alegando que, en su opinión, no solamente los tres asesinos, sino también la viuda de la víctima, debían ser ejecutados. Pensaban que, puesto que la mujer había guardado silencio a pesar de estar enterada del crimen, había que considerarla como encubridora.
Sin embargo dos hombres de la Asamblea se levantaron para defender a la mujer aduciendo que
como ella no había tomado parte en el asesinato, no debía ser castigada por un crimen que no había cometido. La traducción de la tablilla de arcilla que consigna el alegato de la defensa señala
textualmente lo siguiente: “Entonces, Shu-lilum, funcionario de Ninuria y Ubar-Sin, un jardinero,
se enfrentaron con la Asamblea de ciudadanos y dijeron: Estamos de acuerdo en que el marido de Nin-dada, ha sido asesinado. Pero, ¿qué ha hecho la mujer para que se la mate también a ella?”.
Los miembros del Tribunal admitieron como válidas las razones de la defensa y declararon que la
mujer tenía sus motivos para permanecer silenciosa, puesto que, al parecer, su marido había faltado a su deber de ayudarla a subsistir, y terminaron por afirmar en la parte resolutiva del fallo que: “el castigo de aquellos que efectivamente habían matado debía ser suficiente”. Y únicamente los tres hombres fueron condenados a muerte.

La reproducción del informe de este proceso penal fue descubierta en una tablilla de arcilla
redactada en idioma sumerio en el curso de una campaña de excavaciones organizada conjuntamente por el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago y el Museo de la Universidad
2 Carl Grimberg: El alba de la civilización. El despertar de los pueblos, Ediciones Daimon, Madrid. 1967.
3 Samuel N. Kramer: La Historia comienza en Sumer, Aymá S.A. Editora, Barcelona, 1962.

de Filadelfia. Samuel Noah Kramer, autor citado precedentemente, y Thorkild Jacobsen, lo
estudiaron y tradujeron casi en su integridad; no obstante que un ángulo de la tablilla estaba roto, les fue posible restaurar las líneas que faltaban gracias a un pequeño fragmento, procedente de otra copia, descubierto en Nippur por una expedición anterior del Museo de la Universidad de Filadelfia.
Lo interesante del caso, especialmente para nosotros los abogados, es que no cabe duda que el
hecho de haberse encontrado dos copias del mismo fallo demuestra fehacientemente que la
sentencia de la Asamblea de Nippur, respecto del caso de la mujer silenciosa, era conocida en todos los medios jurídicos de Sumer y había sentado jurisprudencia, igual que si se tratare de una de las actuales sentencias de nuestros Tribunales Superiores de Justicia.
A los traductores del fallo les pareció interesante comparar el veredicto sumerio con la sentencia
que hubiere podido dictar un tribunal moderno en un caso similar y procedieron a enviar dicha
traducción a Owen J. Roberts, que entonces era Decano de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Pennsylvania ―había sido además juez del Tribunal Supremo de los Estados
Unidos de Norteamérica desde 1930 hasta 1945― para pedirle su opinión. Su respuesta fue muy
interesante. En un caso análogo, opinó Roberts, los jueces modernos estarían completamente de
acuerdo con los antiguos jueces sumerios y el veredicto habría sido el mismo. Las palabras del
Decano fueron las siguientes: “Según nuestra ley, la mujer no sería considerada como culpable de
encubrimiento. Un encubridor debe no solamente saber que se ha cometido el crimen, sino que,
para ser acusado de tal, debe recibir, aliviar, reconfortar o asistir al criminal”.
En su conocida obra Derecho Penal, Alfredo Etcheberry4 señala: “uno de los rasgos peculiares de
nuestra legislación siguiendo a la española, es el de considerar el encubrimiento como una forma
de participación en el delito. La generalidad de las legislaciones estima que no puede hablarse de
participación una vez que el delito ha terminado, lo cual, desde el punto de vista causalista, es
exacto”. Agrega que la mayoría de las legislaciones estiman que el encubrimiento de un homicidio
no atenta contra la vida (ya la víctima es cadáver), sino contra la administración de justiciar en
consecuencia, hay una discrepancia de bienes jurídicos ofendidos en una y otra actividad delictiva, lo que no justifica la imposición de una pena en tan estricta dependencia del delito principal.
Finalmente, sólo resta agregar que la época en que estamos inmersos incita mayoritariamente al
hombre a la acción, restándole sin consideraciones de ninguna especie, el tiempo necesario para
dedicarlo a la serena reflexión que los hechos históricos requieren. Este artículo refleja, en alguna
medida, la pretensión de constituirse en un paliativo ante esa conciencia implacable que nos obliga cada cierto tiempo a preguntarnos: ¿De dónde venimos?
4 Alfredo Etcheberry: Derecho Penal, tomo segundo, parte general, p. 100, edit. Carlos Gibbs A., Santiago de Chile, 1964.

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